"Aprended de mi que soy sencillo y humilde de corazón" (Mt
11,29).
La liturgia de la Palabra de hoy, como un sorbo de agua de
manantial, reconforta nuestra sed de caminantes. Todo lo sencillo e intacto
conserva el poder de encandilamos y renovarnos internamente si por un instante
nos detenemos y disfrutamos de ello. Con la sencillez de los pequeños, Jesús
desenmascara los propósitos que nos formamos, quizá de buena fe, pero que no se
corresponden con los planes de Dios. Con frecuencia, nos empeñamos en trabajar
por el Reino de los Cielos con materiales y utensilios equivocados: nos hacemos
una idea del "éxito" que solo encaja en un horizonte estrecho, abajo el
dominio de la carne. La Palabra nos llama a la humildad de Dios y de Cristo,
nos conduce a la rectitud que triunfará el día del Señor nos invita a edificar la
paz en nuestro alrededor apaciguando el corazón.
Admitamos que aun no nos hemos aprendido esta lección;
verdaderamente, no conocemos ni al Padre ni al Hijo. Ser conscientes de ello es
el primer fruto de escuchar la Palabra. Seamos sus discípulos: "Venid a
mi", nos dice la Sabiduría. Despojaos de los sofisticados andamios de vuestra
pretendida inteligencia y eficiencia, que terminan aprisionándoos. Descended a
las extremas profundidades de mi muerte, y mi Espíritu os resucitaré
internamente para una vida nueva y libre. Si la libertad y la paz son valores
todavía estimados, su nombre secreto no esta de moda: humildad y sencillez de
corazón. Miremos al Dios hecho hombre: contemplémosle y quedaremos radiantes.
Te ruego, Señor que derribes los andamios de mi ciencia
humana; líbrame de la lógica enmarañada de mis razonamientos, de mi orgullosa
autosuficiencia, y concédeme la sencillez del niño, que descubra cada mañana la
novedad de todo cuanto sucede, cuando siempre parece igual. Hazme pequeño y libre,
Señor, que me encuentre entre los dichosos que tienen ojos para ver y oídos
para oír las grandes cosas que has revelado. Y entonces comprenderé que el
nuevo orden del mundo, el orden de la justicia y de la paz, lo has depositado
en mis manos. Amen.
Venid a mi todos los que estáis fatigados y
agobiados y yo os aliviaré» (Mt 11,28). No éste o aquél, sino todos los que
tenéis preocupaciones, sentís tristeza o estáis en pecado. Venid no porque yo
os quiera pedir cuentas, sino para perdonaros vuestros pecados. Venid no porque
yo necesite vuestra gloria, sino porque anhelo vuestra salvación. Porque yo
-dice- os aliviaré. No dijo solamente: "os salvaré", sino lo que es
mucho más: "os pondré en seguridad absoluta".
No os espantéis -parece decimos el Señor- al oír hablar de
yugo, pues es suave; no tengáis miedo de que os hable de carga, pues es ligera. -Pues ¿cómo nos hablo anteriormente de la puerta estrecha y del camino angosto?
-Eso es cuando somos tibios, cuando andamos espiritualmente decaídos, porque,
si cumplimos sus palabras, su carga es realmente ligera. -¿Y como se cumplen
sus palabras?- Siendo humildes, mansos y modestos. Esta virtud de la humildad
es, en efecto, madre de toda filosofía. Por eso, cuando el Señor promulgó
aquellas sus divinas leyes al comienzo de su misión, por la humildad empezó (cf
7,14). Y lo mismo hace aquí, ahora, al par que señala para ella el más alto
premio. Porque no solo -dice- serás útil a los otros, sino que tu mismo, antes
que nadie, encontraras descanso para tu alma. Encontraréis -dice el Señor-
descanso para vuestras almas. Ya antes de la vida venidera te da el Señor el
galardón, ya aquí te ofrece la corona del combate y de este modo, al par que
poniéndote El mismo por dechado, te hace más fácil de aceptar su doctrina.
Porque ¿qué es lo que tu temes? -parece decirte el Señor?
¿Quedar rebajado por la humildad? Mírame a mi, considera los ejemplos que yo os
he dado y entonces verás con evidencia la grandeza de esta virtud (Juan
Crisóstomo, Homilías sobre el evangelio de san Mateo», 38,2-3, en Obras
de san Juan Crisóstomo, I, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1955,
759-760).
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