"Se puede definir al hombre como el que busca la verdad" (Juan Pablo II).
Icono del rey Salomón. Rusia. |
Estamos delante de la máxima lección de antropología
teológica: hijo de Dios convertido en imagen, hombre divinizado al emprender su
historia, alabanza de quien es su origen y que trasciende su naturaleza. Por
eso tiene una única pre-destinación: el Reino de los Cielos, es decir
participar plenamente de la visión y de la naturaleza del mismo Dios, Inculcada
desde el principio, toda esta realidad esta crucificada como el pecado y
resucitada en la redención por Cristo, con Cristo y en Cristo. "Pre-destinar" no significa estar obligados a recorrer una vía
preestablecida con una meta ya fijada, sino, sencillamente, estar ordenados u
orientados a ella con el ajuar de todas las potencialidades y gracias
necesarias para conseguirla. Quien rechaza el proyecto misericordioso del
designio divino —y puede hacerlo— se malogra a si mismo saliéndose fuera de la
meta, se descarrila. El secreto del éxito es la humildad, e igual de oculta es
la dimensión divina sembrada en el hombre. Con insistencia, la Escritura
recuerda la lección del temor de Dios como escuela de Sabiduría (cf Prov
15,33), por el que únicamente al hombre "le ha sido dado conocer los
misterios del Reino de los Cielos" (Cf. Mt 13,11)
Dios mío, envuelve y traspasa mi alma con el fulgor de tu
santidad y como el sol con sus rayos ilumina, purifica y fecunda la tierra, así
tu ilumina, purifica y santifica mi ser.
Enséñame a contemplarme en ti, a conocerme en ti, a
considerar mis miserias a la luz de tu perfección infinita, a abrir mi alma a
la irrupción de tu luz purificadora y santificadora.
(G. R., una consagrada de
nuestro tiempo).
Cada uno de nosotros puede resplandecer con resplandores que
deslumbren al mismo sol, levantarse sobre las nubes, contemplar el cuerpo de
Dios, ascender hacia él, unírsele en supremo vuelo y mirarle por fin en el más
dulce reposo. El coro de los buenos servidores circundará a su Señor cuando
aparezca en el cielo. Y resplandeciendo él, les comunicara sus mismos
resplandores. ¡Qué espectáculo ver una admirable muchedumbre de antorchas
resplandecientes sobre las nubes, hombres que se entregan a una fiesta sin
ejemplo, un pueblo de dioses alrededor de Dios, hermosos en presencia,
servidores en tomo a su Señor, que no envidia a los siervos la participación de
sus esplendores ni estima disminución de su gloria la asociación de muchos al
trono de su realeza, como sucede en los hombres, que, aunque entreguen a los
súbditos cuanto poseen, no sufren ni por ensueño que participen del cetro!
Y es que él no los considera siervos, ni los honra con
honores de siervos; los estima como amigos y observa con ellos las leyes de la
amistad que él mismo estableció desde el principio: la comunidad absoluta. En
consecuencia, no les da esto o aquello, sino que los hace participes de la
realeza y les ciñe su misma corona.
¿No es esto lo que dice el bienaventurado san Pablo cuando
escribe que somos herederos de Dios y coherederos de Cristo (Rom 8,17) y que
reinarán con Cristo los que participaron de sus penas? (1 Tim 2,12).
¿Qué hay tan agradable que pueda rivalizar con esta visión?
¡Coro de bienaventurados, pueblo de los que se alegran!
Él bajó resplandeciente de los cielos a la tierra. Y la
tierra hace levantar otros soles que suben hacia el Sol de justicia,
invadiéndolo todo con su luz (N. Cabasilas, La vida en Cristo, Madrid 1999,
282-284; traducción, Luis Gutiérrez Vega y Buenaventura García Rodríguez).
Lecturas del día:
http://www.homilia.org/lecturas.htm
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