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martes, 15 de julio de 2014

ADORACIÓN Y MISERICORDIA

            “¿Cuándo es duro el corazón?”, se preguntaba San Bernardo en una famosa y tremenda carta a su otrora amigo y compañero de Claustro, papa a la sazón con el nombre de Eugenio III. Carta que recomiendo y cualquiera que disponga de Internet encontrará fácilmente con estos datos. La traigo hoy a colación porque en estos días ha llegado esta carta a mis manos y precisamente con esta cita terminaba yo la homilía semanal correspondiente a este domingo pero escrita hace varios años. Coincidencias.  A esa pregunta contestaba el mismo San Bernardo: el corazón es duro “cuando no se rompe por la compunción, ni se ablanda con la compasión, ni se conmueve en la oración”. Si esto es así, y así parece, ¡cuántos corazones duros pueblan o poblamos la tierra! ¡y cuántos corazones endurecidos llevamos el nombre de cristianos!

            Ahora bien, al hilo de las lecturas litúrgicas del próximo domingo, se me ocurre añadir otra pregunta aún más radical. ¿Cuál es hoy la raíz última de la dureza del corazón humano? Por sorprendente que parezca, encuentro que la respuesta es: la incapacidad del hombre actual para adorar. Sí, hoy nos empeñamos en buscar explicación a todo. Es la actitud básica del racionalismo, fundamento de la modernidad. No es hoy socialmente correcto decir, como estoy afirmando, que no todo puede ser entendido y explicado. La Física querrá enseñar el origen del Universo. La Psicología pretenderá explicar los comportamientos humanos. Una cierta Filosofía tratará de convencer a los estudiantes del absurdo de la existencia de Dios...

            Todo ello conlleva que nos sintamos a disgusto con estas palabras del Libro de la Sabiduría, exordio bíblico de las lecturas dominicales: “fuera de ti no hay otro dios al cuidado de todo, ante quien tengas que justificar tu sentencia”. Tenemos, sí, todos los derechos para interrogar a Dios sobre el mal cósmico, sobre el sufrimiento humano, sobre el bien y el mal, el pasado y el futuro... Pero no podemos pretender que a ese derecho se corresponda un deber del Dios existente y real de responder a todas nuestras curiosidades.

            Creer en Dios es, en primer lugar, adorarlo. Reconocer su Soberanía universal. ¿Lleva esto a un cierto anclaje en la ignorancia, la irracionalidad y el conformismo? Rotundamente, no. Más bien, lleva a otra sabiduría que bien reconocían los filósofos antiguos y que eran sabios, aunque algunos modernos no lo acepten. La del que confiesa que “sólo sabe que no sabe nada”. ¿No es esto más cierto que la pretensión de saberlo todo? A veces, antes que a los maestros hay que preguntar a los sencillos.

            La parábola del trigo y la cizaña, que contradice de hecho el comportamiento de cualquier agricultor prudente y entendido, nos da una excelente pista: hay que aprender a distinguir entre el trigo y la cizaña. No se trata de una tolerancia bobalicona. Pero no hay que precipitarse ni en el juicio ni en el exterminio del que piensa o actúa de manera distinta a nosotros. Adorar al Otro, respetar a los otros, ser comprensivos con nosotros mismos...Y ser misericordioso con todos. He aquí la clave para no endurecer nuestros corazones y ser sabios.


                                                                                    JOSÉ MARÍA YAGÜE


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