“¿Cuándo es
duro el corazón?”, se preguntaba San Bernardo en una famosa y tremenda carta a
su otrora amigo y compañero de Claustro, papa a la sazón con el nombre de
Eugenio III. Carta que recomiendo y cualquiera que disponga de Internet
encontrará fácilmente con estos datos. La traigo hoy a colación porque en estos
días ha llegado esta carta a mis manos y precisamente con esta cita terminaba
yo la homilía semanal correspondiente a este domingo pero escrita hace varios
años. Coincidencias. A esa
pregunta contestaba el mismo San Bernardo: el corazón es duro “cuando no se
rompe por la compunción, ni se ablanda con la compasión, ni se conmueve en la
oración”. Si esto es así, y así parece, ¡cuántos corazones duros pueblan o
poblamos la tierra! ¡y cuántos corazones endurecidos llevamos el nombre de
cristianos!
Ahora bien,
al hilo de las lecturas litúrgicas del próximo domingo, se me ocurre añadir
otra pregunta aún más radical. ¿Cuál es hoy la raíz última de la dureza del
corazón humano? Por sorprendente que parezca, encuentro que la respuesta es: la
incapacidad del hombre actual para adorar. Sí, hoy nos
empeñamos en buscar explicación a todo. Es la actitud básica del racionalismo,
fundamento de la modernidad. No es hoy socialmente correcto decir, como estoy afirmando,
que no todo puede ser entendido y explicado. La Física querrá enseñar el
origen del Universo. La
Psicología pretenderá explicar los comportamientos humanos.
Una cierta Filosofía tratará de convencer a los estudiantes del absurdo de la
existencia de Dios...
Todo ello
conlleva que nos sintamos a disgusto con estas palabras del Libro de la Sabiduría , exordio
bíblico de las lecturas dominicales: “fuera de ti no hay otro dios al cuidado
de todo, ante quien tengas que justificar tu sentencia”. Tenemos, sí, todos los
derechos para interrogar a Dios sobre el mal cósmico, sobre el sufrimiento
humano, sobre el bien y el mal, el pasado y el futuro... Pero no podemos
pretender que a ese derecho se corresponda un deber del Dios existente y real
de responder a todas nuestras curiosidades.
Creer en
Dios es, en primer lugar, adorarlo. Reconocer su Soberanía universal. ¿Lleva
esto a un cierto anclaje en la ignorancia, la irracionalidad y el conformismo?
Rotundamente, no. Más bien, lleva a otra sabiduría que bien reconocían los
filósofos antiguos y que eran sabios, aunque algunos modernos no lo acepten. La
del que confiesa que “sólo sabe que no sabe nada”. ¿No es esto más cierto que
la pretensión de saberlo todo? A veces, antes que a los maestros hay que
preguntar a los sencillos.
La parábola
del trigo y la cizaña, que contradice de hecho el comportamiento de cualquier
agricultor prudente y entendido, nos da una excelente pista: hay que aprender a
distinguir entre el trigo y la cizaña. No se trata de una tolerancia
bobalicona. Pero no hay que precipitarse ni en el juicio ni en el exterminio
del que piensa o actúa de manera distinta a nosotros. Adorar al Otro, respetar
a los otros, ser comprensivos con nosotros mismos...Y ser misericordioso con
todos. He aquí la clave para no endurecer nuestros corazones y ser sabios.
JOSÉ MARÍA YAGÜE
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