Pasaron las
fiestas navideñas, incluidos los Reyes. Comienza la así llamada “cuesta de
enero”. Como en los comienzos de toda actividad, puede entrar un poco de
desgana, mirar hacia delante y hacerse todo difícil. Es natural y todos podemos
tener estas sensaciones. No vale deprimirse y agudizar los sentimientos de
impotencia para refugiarse en el cómodo “no hacer nada” o inclinarse por los
mínimos imprescindibles. Hay que afrontar las tareas con resolución y, como
dirían los clásicos, con “determinación determinada”.
La fiesta
del próximo domingo, 12 de enero, con la que litúrgicamente termina el ciclo de
Navidad, nos depara motivos más que suficientes para fundamentar esta resolución de emprender el trabajo sin
titubeos, ni escaramuzas disuasorias. El Bautismo
del Señor nos presenta a Jesucristo como quien tiene clara su identidad de Hijo
y, por tanto, su misión: obedecer al Padre, es decir, proclamar el Reino de
Dios y realizarlo con sus obras. Por eso se nos describe su personalidad como
la de quien pasó haciendo el bien y curando toda dolencia y enfermedad. Hoy
mismo, 7 de enero, se nos describe su
actuación recorriendo los caminos de Galilea, la de los paganos y descreídos.
Saliendo a las periferias, como traduciría actualmente el papa Francisco. No
precisamente como observador sino “proclamando el Reino y curando las
enfermedades y dolencias del pueblo”. No realiza
toda esta actividad desde los centros de poder, ni con medios costosos, ni con
ningún tipo de imposiciones. Por el contrario, “sin gritar, ni clamar, ni
vociferar por las calles”. Como un siervo que hace su trabajo, sin romper una
caña ni apagar una vela vacilante.
Ser
bautizado con el bautismo de Jesús es mucho más que ser liberados de pecados,
lo que no es en absoluto baladí. Pero recibir el bautismo es mucho más: es
pasar a ser hijo de Dios para seguir a Jesucristo, para ser consagrado del todo
a la misión de hacer todo el bien posible a los demás hijos de dios, evitando
todos los males.
Cada uno
según su estado y condición. Pero nadie, ni religioso, ni religiosa, ni
sacerdote ni laico tienen derecho a
esperar que otros hagan lo que a cada uno le corresponde. Hay que “salir” de sí
mismos y buscar ser eficaces en el trabajo de cada día. La acedía, la pereza,
los aplazamientos del quehacer cotidiano no se compaginan con la vocación
cristiana. El cristiano no tiene tiempo ni para deprimirse. Hay mucho quehacer
y nadie tiene derecho a entretenerse matando el tiempo. Aunque no dudamos de
que, por aquello de que el tiempo es nuestro, no faltarán hoy los que
reclamarán el derecho a perderlo y gastarlo a su antojo. Camino por cierto
desahogado para convertirse en parásitos inútiles o dañinos en una sociedad que
requiere el trabajo bien hecho, cada día, de todos los que la formamos.
JOSÉ MARÍA YAGÜE
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