Siguiendo
el curso natural de los domingos del Año Litúrgico, el próximo día 2 tocaría
leer las bienaventuranzas. Por esas cosas que tienen nuestros liturgistas, la
festividad de la
Presentación del Señor prevalece sobre el domingo. De modo
que leeremos en las misas del próximo domingo el relato lucano de esa
Presentación del Señor en el Templo de Jerusalén. En el caso
de Jesús, esto es mucho más que un rito establecido por la Ley de Moisés. ¿Qué quiere
decir esa presentación en el caso de Jesús? Es, ni más ni menos, la expresión
ritual de lo que es toda la vida de Jesús, es decir, estar presente ante Dios
en todo momento y en todas las cosas, estar consagrado, dedicado a los asuntos de su
Padre. Que no son otros que la vida digna de sus hijos. Esto no
significa en absoluto que Jesús se vaya a pasar la vida en el Templo. Todo lo
contrario. Queda claro que Jesús vive para Dios. Pero su vida tiene lugar allí
donde se juegan los intereses de los hombres y las mujeres: la defensa de la
vida, la promoción de las personas, sobre todo de los marginados, la curación
de enfermos y la expulsión de los demonios, de todos los demonios que impiden
al ser humano ser verdaderamente humano.
Jesús no es
un sacerdote al uso. Es sacerdote en la calle, en las casas, en el lago, ante
los enfermos que pululan por los caminos de Galilea o por las calles de
Jerusalén. Y, sobre todo, es sacerdote en la definitiva y total entrega de Sí
mismo en la Cruz. La
condición para ser ese sacerdote único, original, no es ni mucho menos el
salirse de la condición humana por arriba o por los costados. Justamente lo
contrario. Es ser en todo “semejante a nosotros”. Tremenda
paradoja. El que los cristianos confesamos como el Maestro, Señor y Guía se
confunde con la gente, se deja tocar por los leprosos y él mismo los toca hasta
quedar oficialmente impuro y contaminado, por lo cual ya no puede entrar en las
ciudades y tiene que quedarse en las afueras (Mc 1, 45). En las periferias, que
le gusta decir al papa Francisco. Pues, mientras tanto, los “confesantes” de la
fe cristiana hacemos todo lo posible por sobresalir, por ser más que los demás.
Tenemos tan metido en nuestra cabeza y en el corazón que ser alguien es
distinguirse de los demás por la sabiduría, el dinero o el poder, en definitiva
por las posesiones, que no entendemos que Cristo se haya hecho una más, uno de
tantos.
Comienza a
ser así en su propio nacimiento fuera de la ciudad “porque no hay lugar para
ellos en la posada”. Cumpliendo la
Ley de la
Purificación (con ofrenda de impuestos incluida). Viviendo en
un pueblucho del que nada bueno puede salir, juntándose con los hombres y
mujeres de la calle hasta ser considerado comilón y borracho, y muriendo como
un delincuente en el patíbulo más deshonroso de la época. ¿Aprenderemos?
Difícil lo tenemos pero es posible si Cristo es Alguien para nosotros. ¿Lo es
de verdad?
JOSÉ MARÍA YAGÜE
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