"El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?" (Sal 26)
Las lecturas actuales facilitan una reflexión
profunda sobre la Iglesia, pues presentan sus elementos constitutivos: una,
santa, católica y apostólica.
Una. La Iglesia es una porque tiene en
Cristo a su Señor. Todas las comunidades cristianas se reconocen como parte de
la única Iglesia fundada por Cristo. Existe un solo bautismo, una sola fe, que
une a los creyentes con Cristo. Por eso Pablo combate vigorosamente a los
espíritus sectarios y las manipulaciones grupales. Es una tentación reiterada
pensar que un grupo sea la mediación exclusiva o privativa de la salvación. Los
grupos son instrumentos, medios, no más, y deben resistirse al sutil engaño de
la monopolización.
Santa. La Iglesia o comunidad es santa
porque «está bautizada» en Cristo. La santidad es ante todo don gracioso,
absolutamente gratuito. Después, es respuesta generosa que toma el nombre de
conversión, en continua armonía con la voluntad del Padre, como Cristo la ha
dado a conocer y como el Espíritu continuamente la propone.
Católica. La llamada a las tribus del
norte, Zabulón y Neftalí; la incesante llamada a Galilea, zona poblada o
transitada por paganos, le recuerda a la Iglesia su vocación de estar abierta
al mundo. Jesús ha elegido vivir e iniciar su vida pública en Galilea para
evidenciar la proximidad geográfica con los últimos y los excluidos, preludio
de cercanía moral, para que todos se reconozcan como hermanos. «En la Iglesia,
ningún hombre es extranjero», recordaba Juan Pablo II en el Día del Emigrante,
el 5 de septiembre de 1995.
Apostólica. El único fundamento, Cristo,
toma forma histórica en los apóstoles y en sus sucesores (los obispos), en
comunión con el obispo de Roma, el papa. La explícita llamada de los apóstoles
(los primeros cuatro del evangelio de hoy) expresa la voluntad concreta de
Jesús de organizar la Iglesia de este modo. Llamados a seguirlo para ser
testigos de la Palabra y los milagros del Maestro. La apostolicidad de la
Iglesia está en estrecha relación con su catolicidad; entre las tareas
principales de los apóstoles y sus sucesores destaca la de anunciar a Cristo a
todos los pueblos.
Señor, ilumina tu rostro sobre nosotros,
para que gocemos del bienestar en la paz, para que seamos
protegidos con tu mano poderosa y tu brazo extendido nos
libre de todo pecado y de todos los que nos aborrecen sin motivo.
Danos la concordia y la paz a nosotros y a
todos los habitantes del mundo, como la diste a nuestros padres, que
piadosamente te invocaron con fe y con verdad. A ti, el único que
puedes concedernos estos bienes y muchos más, te ofrecemos nuestra alabanza por
Jesucristo, pontífice y abogado de nuestras almas, por quien sea a ti la gloria
y la majestad, ahora y por todas las generaciones, por los siglos de los
siglos. Amén.
(San Clemente de Roma, «Carta a los Corintios», 60, en Padres
apostólicos, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1950, 234).
Hay que conseguir desarmarse. Yo me afané en
esa guerra. Durante años y años. Ha sido terrible. Pero ahora estoy desarmado.
Ya no le tengo miedo a nada, porque «el amor
ahuyenta el miedo». Aplaqué la pretensión de imponerme, de justificarme a costa
de los demás.
Ya no estoy en alerta, celosamente aferrado a
mis riquezas. Acojo y comparto.
No me aferró a mis ideas, a mis proyectos. Si
me proponen otros mejores, los acepto con buen ánimo.
O no mejores, más buenos.
Lo sabéis, he renunciado al comparativo… Lo
que es bueno, verdadero, real, dondequiera que sea, es lo mejor para mí. Por
eso, ya no tengo miedo.
Cuando no se posee nada, ya no se tiene miedo.
«¿Quién nos separará del amor de Cristo?»
[...]
Pero si nos desarmamos, si nos despojamos, si
nos abrimos al Dios-hombre que hace nuevas todas las cosas, entonces él
transforma nuestro pasado ruin y nos restituye a un tiempo nuevo donde todo es
posible.
(Atenágoras, Chiesa Ortodossa e futuro ecuménico. Dialoghi con
Olivier Clément, Brescia 1995, 209-211).
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