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lunes, 5 de agosto de 2013

TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR

"A tu luz vemos la luz"  (Sal 35,10)

Icono ruso de la Transfiguración. Siglo XVI

Cuando, "antes de la Cruz" Cristo toma consigo, para acompañarle al monte, a los tres discípulos, no se ha cambiado a sí mismo delante de ellos, no ha asumido en lo externo una forma, una naturaleza, que antes no tuviese, no se ha vuelto resplandeciente con una gloria que le resultase extraña, por efecto de una luz proveniente de otra parte. Su persona perfecta  no ha sufrido ningún cambio o transformación, sino, según los Santos Padres, Cristo abrió los ojos a los discípulos: "Pasaron de la carne al espíritu", escribe San Máximo el Confesor. Y San Juan Damasceno:

"No se transfigura asumiendo lo que no era, sino mostrando a sus discípulos lo que era, abriéndoles los ojos, y de ciegos como estaban los convierte en vidente (...). Permaneciendo siempre el mismo en su identidad, se muestra ahora a sus discípulos bajo un aspecto diverso respecto al que antes se manifestaba". 

Por un instante Cristo les concede contemplar la gloria de su divinidad, que estaba unida hipostáticamente, "sin confusión", sin cambio, sin división y sin separación" a su naturaleza humana (definición de fe del IV Concilio Ecuménico de Calcedonia). Revela a los ojos "abiertos" de los apóstoles la gloria inaccesible e insoportable que había "velado" por condescendencia bajo el velo de la carne, en la sombra de su cuerpo,  y muestra la carne transparente como cristal. San Gregorio Palamas enseña:

"El poder divino brillaba como a través de láminas de vidrio, resultando diáfano a cuantos habían purificado el ojo del corazón" (San Gregorio Palamás, Primera homilía sobre la Transfiguración, PG 151, 433C).

Muestra, por un instante, el estado permanente que adquirirá su cuerpo después de la Resurrección y que los cuerpos de los santos poseen en el Reino de los Cielos, para ayudar a los apóstoles y prepararlos a la prueba de su Pasión:

"Antes de la Cruz, Señor, tomando contigo a los discípulos sobre una alta montaña, te transfiguraste ante ellos, iluminándoles con los rayos de tu majestad. Por amor hacia los hombres y por tu poder soberano querías mostrarles el esplendor de la Resurreccion". (Kondakio de la fiesta)

Esta luz increada, esta única gloria y energía del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, "belleza del siglo futuro y eterno" emanada del cuerpo de Cristo como de una fuente de irradiación, se convierte en "el reflejo de la carne semejante a Dios (homóteos), y le permite ver desde entonces el reino de Dios venido "con poder", como el Señor les había prometido antes de llevarlos a la montaña:

"Os aseguro que entre los aquí presentes algunos no gustarán la muerte hasta que vean venir con poder el Reino de Dios" (Mc 9,11).

En el mundo creado, el sol envía su luz sobre todas las criaturas para darles vida; igualmente la luz increada se comunica a los vestidos del Señor, "blancos como la nieve" (Mt 17, 2), pues una cosa es la unión con Dios "según la hipóstasis" y otra la participación " por gracia", "por energía u operación":

"Su rostro resplandecía como el sol, pues se identifica, según la hipóstasis, con la luz inmaterial, y por esto se convierte en el Sol de Justicia; pero sus vestidos se vuelven blancos como la nieve, pues recibien la gloria por revestimiento  y no por unión, por relación y no según la hipóstasis" (San Juan Damasceno, homilía sobre la Transfiguración, 4, PG 96, 552C).

Según San Máximo, estos vestidos blancos "resplandecientes" (Mt 9, 3), "fulgurantes" (Lc 9, 29), son los logoi de la creación, las raíces ontológicas de las cosas que han encontrado su realización, su recapitulación, en la persona del Logos de Dios encarnado (San Máximo el Confesor, Ambigua, 28, PG 91, 1128BD).
Los elementos del mundo natural liberados de la pesadez de la carne, cesan de cubrir a Cristo, como pesados vestidos de invierno, volviéndose ligeros, luminosos, pneumatóforos ( portadores de Espíritu), y comunican a los hombres la irradiación de la gloria de Dios. 

     


Si supiéramos reconocer el don de Dios, si supiéramos experimentar estupor, como el pastor Moisés, ante todas las zarzas que arden en los bordes de nuestros caminos, comprenderíamos entonces que la transfiguración del Señor —la nuestra— empieza con un cierto cambio de nuestra mirada. Fue la mirada de los apóstoles la que fue transfigurada; el Señor permanece el mismo. 
La cotidianidad de nuestra vida, trivial y extraordinaria, debería revelar entonces su deslumbrante profundidad. El mundo entero es una zarza ardiente, todo ser humano —sea cual sea la impresión que suscita en nosotros— es esta profundidad de Dios. Todo acontecimiento lleva en él un rayo de su luz. Nosotros, que hemos aprendido a mirar hoy tantas cosas, ¿hemos aprendido los datos elementales de nuestro oficio de hombres? Se vive, en efecto, a la medida del amor, pero se ama a la medida de lo que se ve. Ahora, en la transfiguración, nuestra visión participa en el misterio, de ahí que el amor esté en condiciones de brotar de nuestros corazones como fuego que arde sin consumir, y así puede enseñarnos a vivir.
Debemos pasar de la somnolencia de la que habla el evangelio a la auténtica vela, a la vigilancia del corazón. Cuando despertemos se nos dará la alegría inagotable de la cruz. Al ver, por fin, en la fe, al hombre en Dios y a Dios en el hombre —Cristo— nos volveremos capaces de amar y el amor saldrá victorioso sobre toda muerte.
El Señor se transfiguró orando; también nosotros seremos transfigurados únicamente en la oración. Sin una oración continua, nuestra vida queda desfigurada. Ser transfigurados es aprender a ver la realidad, es decir, a nuestro Dios, a Cristo, con los ojos abiertos de par en par. Ciertamente, en este mundo de locos, siempre tendremos necesidad de cerrar los ojos y los oídos para recuperar un cierto silencio. Es necesario, es como una especie de ejercicio para la vida espiritual. Sin embargo, la vida, la que brota, la vida del Dios vivo, es contemplarlo con los ojos abiertos. El está en el hombre, nosotros estamos en él. Toda la creación es la zarza ardiente de su parusía. Si nosotros «esperásemos con amor su venida» (2 Tim 4,8), daríamos un impulso muy diferente a nuestro servicio en este mundo. 


Lecturas de la fiesta:
http://www.servicioskoinonia.org/biblico/calendario/texto.php?codigo=20130806&cicloactivo=2013&cepif=0&cascen=0&ccorpus=0

  
                      



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