"¿Creéis que he venido a traer paz a la tierra? Pues no, sino división (Lc 12,51)
"Estamos rodeados de una nube de testigos" (Hb 12,1). Iconostasio ruso s. XVII |
¿Qué paz vino a traer a la tierra Jesús, que fue llamado «el
príncipe de la paz» y a quien Pablo presenta como aquel que, derribando el
muro de separación, ha inaugurado los tiempos de la paz mesiánica? Resulta
incluso demasiado fácil edulcorar el don de la paz mesiánica, intentando
empobrecerla y adaptarla a nuestras miopes visiones, a nuestras expectativas
egoístas. Una paz a medida del hombre no siempre corresponde al don de la paz
que Dios, por medio de Jesucristo, quiere asegurar a toda la humanidad.
La paz que Jesús anuncia y da es una paz que divide. Es
capaz de provocar divisiones incluso en el interior de cada persona. Desde este
punto de vista, son altamente significativos los acontecimientos que le tocó
vivir al profeta Jeremías. Éste, por la palabra de su Señor, fue arrancado de
sí mismo, de sus proyectos humanos, hasta de sus deseos legítimos, para ser
catapultado totalmente hacia la historia de su pueblo.
La paz que Jesús anuncia y da es una paz que divide. Provoca
divisiones en el interior de las relaciones humanas: lo afirma Jesús de modo
claro en otros lugares de su evangelio y vuelve a afirmarlo también aquí de un
modo bastante vigoroso: «De ahora en adelante estarán divididos los cinco
miembros de una familia, tres contra dos, y dos contra tres». No es
difícil entrever el primado absoluto de la Palabra de Dios en la vida del
creyente, así como la extrema eficacia de una vocación evangélica cuando ésta
debe chocar con una lógica terrena que obedece a criterios muy diferentes.
La paz que Jesús anuncia y da es una paz que divide. Provoca
divisiones entre unos grupos y otros, entre unas comunidades y otras, entre
unos pueblos y otros, precisamente por la novedad que trae al mundo y por el
escándalo de ese «misterio pascual» que -tanto para nosotros como para él-
constituye el criterio primero e insustituible de todo comportamiento humano.
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Los apóstoles, instruidos por la palabra y por el ejemplo de
Cristo, siguieron el mismo camino. Desde los primeros días de la Iglesia, los
discípulos de Cristo se esforzaron en convertir a los hombres a la fe de Cristo
Señor no por acción coercitiva ni por artificios indignos del Evangelio, sino
ante todo por la virtud de la Palabra de Dios. Anunciaban a todos resueltamente
el designio de Dios Salvador, «que quiere que todos los hombres se salven y
vengan al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4), pero, al mismo tiempo,
respetaban a los débiles, aunque estuvieran en el error, manifestando de este
modo cómo «cada cual dará a Dios cuenta de sí» (Rom 14,12), debiendo obedecer a
su conciencia.
Al igual que Cristo, los apóstoles estuvieron siempre
empeñados en dar testimonio de la verdad de Dios, atreviéndose a proclamar cada
vez con mayor abundancia, ante el pueblo y las autoridades, «la Palabra de Dios
con confianza» (Hch 4,31). Pues defendían con toda fidelidad que el Evangelio
era verdaderamente la virtud de Dios para la salvación de todo el que cree.
Despreciando, pues, todas «las armas de la carne», y siguiendo el ejemplo de la
mansedumbre y de la modestia de Cristo, predicaron la Palabra de Dios confiando
plenamente en la fuerza divina de esta palabra para destruir los poderes
enemigos de Dios y llevar a los hombres a la fe y al acatamiento de Cristo. Los
apóstoles, como el Maestro, reconocieron la legítima autoridad civil: «No hay
autoridad que no venga de Dios», enseña el apóstol, que, en consecuencia,
manda: «Toda persona esté sometida a las potestades superiores..., quien
resiste a la autoridad resiste al orden establecido por Dios» (Rom 13,12). Y al
mismo tiempo no tuvieron miedo de contradecir al poder público cuando éste se
oponía a la santa voluntad de Dios: «Hay que obedecer a Dios antes que a los
hombres» (Hch 5,29). Este camino lo siguieron innumerables mártires y fieles a
través de los siglos y en todo el mundo.
La Iglesia, por consiguiente, fiel a la verdad evangélica,
sigue el camino de Cristo y de los apóstoles cuando reconoce y promueve la
libertad religiosa como conforme a la dignidad humana y a la revelación de
Dios. Conservó y enseñó en el decurso de los tiempos la doctrina recibida del
Maestro y de los apóstoles (Concilio Vaticano II, Declaración sobre la libertad
religiosa Dignitatis humanae, llss).
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