"Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo" (Jn 21,17)
La liturgia de la Palabra traza hoy ante nosotros un largo y
apasionante camino que, partiendo del tiempo, desemboca en la eternidad: vamos
a indicar, brevemente, las etapas del mismo y le vamos a pedir al Señor la
gracia de recorrerlo.
Al comienzo se encuentra la experiencia de un encuentro que
se intercala en nuestros días más ordinarios, en medio de nuestras actividades
habituales: se trata del encuentro con el Resucitado, un encuentro para el que,
con frecuencia, no estamos preparados, sino más bien «ciegos», como los
apóstoles en el lago. «Los discípulos no lo reconocieron»; sin
embargo, aceptaron el consejo, más tarde dan crédito a la intuición que se
comunican de uno a otro y, por último, lo reconocen por medio de una certeza
interior (no a través de una evidencia sensible). Del mismo modo que hizo Simón
Pedro, también nosotros debemos dejarnos interpelar por la Palabra del
Resucitado, que pone al descubierto nuestro pecado, nuestra fragilidad pasada y
presente, aunque nos pide un consentimiento de amor. Sólo después de haberle
reconocido a él y habernos reconocido a nosotros mismos bajo su luz, podremos
ofrecérselo, ahora que ya no es obra de una autoilusión y sólo nos queda
-¡aunque lo es todo!- el deseo ardiente de amarlo, como pobres. Ahora es cuando
él nos confía su tesoro: nuestros hermanos; nos hace responsables de dar testimonio
ante ellos, un testimonio que nos llevará muy lejos en su seguimiento, quizás a
un lugar que -hoy al menos- no querríamos.
A la luz de este encuentro con Cristo, siguiendo el eco de
aquella pregunta interior -«¿Me amas?»- y de nuestra humilde respuesta,
es preciso proseguir el camino con alegre valentía y abrir a muchos el camino
de la fe con nuestra confesión transparente del nombre de Jesús, crucificado
por nuestros pecados y resucitado por el Padre para la salvación del mundo. No
han de faltarnos los sufrimientos, la multiforme persecución, aunque tampoco la
alegría de hacerle frente por amor a Jesús. Una alegría la que inundará todo el
cosmos en el día eterno en una única confesión coral de alabanza al Dios
omnipotente, a nuestro Creador, y a Cristo, Cordero inmolado, nuestro Salvador,
en el Espíritu Santo, vínculo de amor.
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