Según el relato de Juan, María de Magdala es la primera que
va al sepulcro, cuando todavía está oscuro, y descubre desconsolada que está
vacío. Le falta Jesús. El Maestro que la había comprendido y curado. El Profeta
al que había seguido fielmente hasta el final. ¿A quién seguirá ahora? Así se
lamenta ante los discípulos: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no
sabemos dónde lo han puesto”.
Estas palabras de María podrían expresar la experiencia que
viven hoy no pocos cristianos: ¿Qué hemos hecho de Jesús resucitado? ¿Quién se
lo ha llevado? ¿Dónde lo hemos puesto? El Señor en quien creemos, ¿es un Cristo
lleno de vida o un Cristo cuyo recuerdo se va apagando poco a poco en los
corazones?
Es un error que busquemos “pruebas” para creer con más
firmeza. No basta acudir al magisterio de la Iglesia. Es inútil indagar en las
exposiciones de los teólogos. Para encontrarnos con el Resucitado es necesario,
ante todo, hacer un recorrido interior. Si no lo encontramos dentro de
nosotros, no lo encontraremos en ninguna parte.
Juan describe, un poco más tarde, a María corriendo de una
parte a otra para buscar alguna información. Y, cuando ve a Jesús, cegada por
el dolor y las lágrimas, no logra reconocerlo. Piensa que es el encargado del
huerto. Jesús solo le hace una pregunta: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿a quién
buscas?”.
Tal vez hemos de preguntarnos también nosotros algo
semejante. ¿Por qué nuestra fe es a veces tan triste? ¿Cuál es la causa última
de esa falta de alegría entre nosotros? ¿Qué buscamos los cristianos de hoy?
¿Qué añoramos? ¿Andamos buscando a un Jesús al que necesitamos sentir lleno de
vida en nuestras comunidades?
Según el relato, Jesús está hablando con María, pero ella no
sabe que es Jesús. Es entonces cuando Jesús la llama por su nombre, con la
misma ternura que ponía en su voz cuando caminaban por Galilea: “¡María!”.
Ella se vuelve rápida:“Rabbuní, Maestro”.
María se encuentra con el Resucitado cuando se siente
llamada personalmente por él. Es así. Jesús se nos muestra lleno de vida,
cuando nos sentimos llamados por nuestro propio nombre, y escuchamos la
invitación que nos hace a cada uno. Es entonces cuando nuestra fe crece.
No reavivaremos nuestra fe en Cristo resucitado
alimentándola solo desde fuera. No nos encontraremos con él, si no buscamos el
contacto vivo con su persona. Probablemente, es el amor a Jesús conocido por
los evangelios y buscado personalmente en el fondo de nuestro corazón, el que
mejor puede conducirnos al encuentro con el Resucitado.
De Eclesalia.net
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