Me queda poco de estar con vosotros.
Ahora es glorificado el hijo del hombre.
Vi un cielo nuevo y una tierra nueva.
Hay que pasar mucho para entrar en el Reino de Dios.
Cuatro
titulares. Tres libros diferentes de la Sagrada Escritura.
Todo apunta, sin embargo, en una misma dirección: hay una salida de este mundo
y para este mundo. No todo termina en la muerte.
¿Cómo
expresar esto hoy sin que parezca un infantilismo o una ñoñería? En una cultura
“terrenizada”, ajena a toda trascendencia, instalada en el día a día y
únicamente obsesionada por el presente, sea por la supervivencia o por el éxito
o por la imagen, cualquier referencia al más allá chirría, parece estar fuera
de contexto. Como cuando Pablo hablaba de la resurrección de Cristo en el
Areópago de Atenas, nos espera la sonrisa irónica, la mirada por encima del
hombro, el desprecio de “los nuevos sabios”, el sarcástico “mañana te oiremos
hablar de esto”.
El espíritu
no es sino la materia más y mejor organizada. Disgregada la materia, se acabó
el espíritu. No hay lugar para nada más. Así suena el argumento de algunos
ateos. Pensar en una vida más allá de la muerte, en un Dios personal y creador
de cuanto existe, es, para quienes así piensan, ignorancia o autoengaño
infantil.
Sin
embargo, nosotros los creyentes, con tanta o más racionalidad y no menos
lógica, gracias a la fe, creemos firmemente lo que nos dicen los evangelios:
que Jesucristo resucitó y que nosotros resucitaremos con él.
Esperamos,
en efecto, un cielo nuevo y una tierra nueva donde el mal ya no existe. Y
vivimos para esta nueva creación. Lo que no significa ni mucho menos
desinteresarnos de este mundo, sobre todo de la injusticia y de las miserias
humanas que se oponen absolutamente al proyecto de Dios. Porque creemos también
que el mundo nuevo se construye desde aquí, desde la justicia y la fraternidad
que figuran en la cabecera del proyecto de Dios sobre los hombres. Por eso
rechazamos, nos oponemos y luchamos contra el abuso de unos sobre otros, contra
la corrupción y el fraude. Y nos avergüenza que algunos que se llaman y
consideran creyentes estén en todas las listas de corruptos y defraudadores.
Hay que
pasar mucho para entrar en el Reino de Dios. Con su gracia, nos apuntamos a
padecer lo necesario para testimoniar que es en la Cruz donde Cristo es
glorificado por el Padre. Sabemos que esa Cruz para nosotros es resistir al mal
y practicar el bien, es decir, no ser profesionales de la religión, sino
cuidadores de la vida (de todos, especialmente de los más amenazados) y
hacedores de fraternidad. De otro modo, cumplir el mandamiento de Jesús: “amaos
unos a otros como yo os he amado”. El papa Francisco nos estimula con su
ejemplo para no tener miedo de la bondad ni de la ternura. Para vivir
apasionadamente la vida presente a la espera de y construyendo la gloria
futura, los nuevos cielos y la nueva tierra.
JOSÉ MARÍA YAGÜE
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