Jesús no es un sacerdote del Templo, ocupado en cuidar
y promover la religión. Tampoco lo confunde nadie con un maestro de la Ley,
dedicado a defender la Torá de Moisés. Los campesinos de Galilea ven en sus
gestos curadores y en sus palabras de fuego la actuación de un profeta movido
por el Espíritu de Dios.
Jesús sabe que le espera una vida difícil y conflictiva. Los
dirigentes religiosos se le enfrentarán. Es el destino de todo profeta. No
sospecha todavía que será rechazado precisamente entre los suyos, los que mejor
lo conocen desde niño.
El rechazo de Jesús en su pueblo de Nazaret era muy
comentado entre los primeros cristianos. Tres evangelistas recogen el episodio
con todo detalle. Según Marcos, Jesús llega a Nazaret acompañado de un grupo de
discípulos y con fama de profeta curador. Sus vecinos no saben qué pensar.
Al llegar el sábado, Jesús entra en la pequeña sinagoga del
pueblo y “empieza a enseñar”. Sus vecinos y familiares apenas le
escuchan. Entre ellos nacen toda clase de preguntas. Conocen a Jesús desde
niño: es un vecino más. ¿Dónde ha aprendido ese mensaje sorprendente del reino
de Dios? ¿De quién ha recibido esa fuerza para curar? Marcos dice que todo “les
resultaba escandaloso”. ¿Por qué?
Aquellos campesinos creen que lo saben todo de Jesús. Se han
hecho una idea de él desde niños. En lugar de acogerlo tal como se presenta
ante ellos, quedan bloqueados por la imagen que tienen de él. Esa imagen les
impide abrirse al misterio que se encierra en Jesús. Se resisten a descubrir en
él la cercanía salvadora de Dios.
Pero hay algo más. Acogerlo como profeta significa estar
dispuestos a escuchar el mensaje que les dirige en nombre de Dios. Y esto puede
traerles problemas. Ellos tienen su sinagoga, sus libros sagrados y sus
tradiciones. Viven con paz su religión. La presencia profética de Jesús puede romper
la tranquilidad de la aldea.
Los cristianos tenemos imágenes bastante diferentes de
Jesús. No todas coinciden con las que tenían los que lo conocieron de cerca y
lo siguieron. Cada uno nos hacemos nuestra idea de él. Esta imagen condiciona
nuestra forma de vivir la fe. Si nuestra imagen de Jesús es pobre, parcial o
distorsionada, nuestra fe será pobre, parcial o distorsionada.
¿Por qué nos esforzamos tan poco en conocer a Jesús? ¿Por
qué nos escandaliza recordar sus rasgos humanos? ¿Por qué nos resistimos a
confesar que Dios se ha encarnado en un Profeta? ¿Tal vez intuimos que su vida
profética nos obligaría a transformar profundamente su Iglesia?
Pues sí: la vida profética de Jesús, si la aceptamos, nos invita a cambiar la Iglesia. Al menos yo me siento invitada a ello, desde el intento cotidiano de ir cambiando yo misma para que ese cambio traspase mi propia persona y llegue a los que me rodean. Quiero seguir escuchando el mensaje del Reino, aunque a veces se me haga cuesta arriba y me sienta sin fuerzas... quiero seguir apostando por algo que merece la pena, aunque me asalten las dudas y la tentación del abandono... Es entonces cuando más necesito abrir los oídos de la fe y escuchar... Y es entonces cuando vuelvo a descubrir que el camino del seguimiento no tiene vuelta atrás y entonces surge la confianza en Aquel que siempre me sostiene y me alienta...
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