De todos los gestos realizados por Jesús durante su
actividad profética, el más recordado por las primeras comunidades cristianas
fue seguramente una comida multitudinaria organizada por él en medio del campo,
en las cercanías del lago de Galilea. Es el único episodio recogido en todos
los evangelios.
El contenido del relato es de una gran riqueza. Siguiendo su
costumbre, el evangelio de Juan no lo llama “milagro” sino “signo”. Con ello
nos invita a no quedarnos en los hechos que se narran, sino a descubrir desde
la fe un sentido más profundo.
Jesús ocupa el lugar central. Nadie le pide que intervenga.
Es él mismo quien intuye el hambre de aquella gente y plantea la necesidad de
alimentarla. Es conmovedor saber que Jesús no solo alimentaba a la gente con la
Buena Noticia de Dios, sino que le preocupaba también el hambre de sus hijos e
hijas.
¿Cómo alimentar en medio del campo a una muchedumbre
numerosa? Los discípulos no encuentran ninguna solución. Felipe dice que no se
puede pensar en comprar pan, pues no tienen dinero. Andrés piensa que se podría
compartir lo que haya, pero solo un muchacho tiene cinco panes y un par de
peces. ¿Qué es eso para tantos?
Para Jesús es suficiente. Ese joven, sin nombre ni rostro,
va hacer posible lo que parece imposible. Su disponibilidad para compartir todo
lo que tiene es el camino para alimentar a aquellas gentes. Jesús hará lo
demás. Toma en sus manos los panes del joven, da gracias a Dios y comienza a
“repartirlos” entre todos.
La escena es fascinante. Una muchedumbre, sentada sobre la
hierba verde del campo, compartiendo una comida gratuita, un día de primavera.
No es un banquete de ricos. No hay vino ni carne. Es la comida sencilla de la
gente que vive junto al lago: pan de cebada y pescado ahumado. Una comida
fraterna servida por Jesús a todos gracias al gesto generoso de un joven.
Esta comida compartida era para los primeros cristianos un
símbolo atractivo de la comunidad nacida de Jesús para construir una humanidad
nueva y fraterna. Les evocaba, al mismo tiempo, la eucaristía que celebraban el
día del Señor para alimentarse del espíritu y la fuerza de Jesús, el Pan vivo
venido de Dios.
Pero nunca olvidaron el gesto del joven. Si hay hambre en el
mundo, no es por escasez de alimentos sino por falta de solidaridad. Hay pan
para todos, falta generosidad para compartir. Hemos dejado la marcha del mundo
en manos del poder financiero, nos da miedo compartir lo que tenemos, y la
gente se muere de hambre por nuestro egoísmo irracional.
Para que se produzca el "milagro" (o el "signo"), es necesaria la fe. Y no una fe teórica, sino una opción definitiva y radical por el Señor. Fiarse de Él, creer de verdad en Él, entonces sí será posible cambiar. No nosotros, que nunca podremos por nosotros mismos, sino por la fuerza de su Espíritu. Entonces nuestra vida interior será un milagro.
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