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jueves, 27 de septiembre de 2012

DOMINGO 26 DEL TIEMPO ORDINARIO

Envía, Señor, tu Espíritu Santo sobre nosotros



En Dios, la libertad se conjuga con el amor infinito, ese en virtud del cual no se negó Jesús a dar la vida por nosotros. La libertad de Dios es demasiado grande para el hombre. Es algo que produce vértigo y resulta inconcebible para los espíritus ligados a la ley de la justicia distributiva. Así, siempre hay alguien dispuesto a dar consejos a Dios para enseñarle -o al menos recordarle- cómo tiene que tutelar y hacer respetar sus propios derechos.

Dios, en cambio, parece ver las cosas desde otro punto de vista. Para él, todos los hombres son hijos suyos y se pone contento cuando alguno de ellos, aunque sea de una manera no «canónicamente» correcta, acoge su don y lo vive; sin embargo, le entristece ver que sus hijos no hacen circular entre ellos el amor que reciben de él; que, en vez de ayudarse unos a otros, se obstaculizan recíprocamente; que intentan explotarse, en vez de compartir los bienes de que disponen...

Jesús pone en guardia a la comunidad de sus discípulos: no hay que volver a levantar, en nombre de una presunta pureza religiosa, las barreras que él ha venido a derribar.


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