"El que coma de este
pan vivirá para siempre" (Jn 6,58)
Decía Agustín: «Oh Dios, mi corazón está inquieto hasta que
no repose en ti», pero cuando examino la tortuosa historia de nuestra salvación
veo que no sólo nosotros deseamos ardientemente pertenecer a Dios, sino que
Dios también anhela pertenecer a nosotros. Parece como si Dios nos estuviera
diciendo a grandes voces: «Mi corazón estará inquieto hasta que no pueda
reposar en vosotros, mis amadas criaturas» [...]. Dios desea comunión: una
unidad que sea vital y viva, una intimidad que proceda de ambas partes, un
vínculo que sea verdaderamente mutuo [...].
Este intenso deseo que siente Dios de entrar en la más
íntima relación con nosotros es lo que constituye el núcleo de la celebración y
de la vida eucarística. Dios no sólo quiere entrar en la historia humana
convirtiéndose en una persona que vive en una época y en un país específico,
sino que quiere llegar a ser nuestro alimento y nuestra bebida diarios en todo
tiempo y en todo lugar
(H. J. M. Nouwen, La forza della sua presenza, Brescia 2000,
pp. 61 ss).
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