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sábado, 17 de marzo de 2012

SAN JOSÉ

"Cantaré eternamente el amor del Señor"  (Sal 88,2a)



El sacrificio total que José hizo de toda su existencia a las exigencias de la venida del Mesías a su propia casa encuentra una razón adecuada en su insondable vida interior, de la que le llegan mandatos y consuelos singularísimos, y de donde surge para él la lógica y la fuerza propia de las almas sencillas y limpias para las grandes decisiones, como la de poner enseguida a disposición de los designios divinos su libertad, su legítima vocación humana, su fidelidad conyugal, aceptando de la familia su condición propia, su responsabilidad y peso, y renunciando, por un amor virginal incomparable, al natural amor conyugal que la constituye y alimenta.
Esta sumisión a Dios, que es disponibilidad de ánimo para dedicarse a las cosas que se refieren a su servicio no es otra cosa que el ejercicio de la devoción, la cual constituye una de las expresiones de la virtud de la religión.

                                                         (Juan Pablo II, Redemptoris custos, 26)

Lecturas del día:

Al sur de Nazaret se encuentra una caverna llamada Cafisa, es un lugar escarpado; para llegar a él, casi hay que trepar. Una mañana, antes de la salida del sol, fui allí. No me di cuenta del paisaje, muy bello, ni de las fieras, ni del canto de mil pájaros...
Estaba yo fuertemente abatido; sin embargo, experimentaba en el fondo del corazón que habría de saber algo de parte del Señor.
Entré en la gruta; había un gran vano formado por rocas negras con diferentes ángulos y corredores. Había muchas palomas y murciélagos, pero no hice ningún caso. Solo en aquel recinto severo no exento de majestad, me senté sobre una esterilla que llevaba conmigo.
Puse, como Elías, mi cara entre las rodillas y oré intensamente. Tal vez por la fatiga o la tristeza, en cierto momento me adormecí. No sé cuánto tiempo estuve en oración y cuánto tiempo adormecido. Pero allí, en aquella gruta que nunca podré olvidar, durante aquellos momentos de silencio, me pareció ver un ángel del Señor, maravilloso, envuelto en luz y sonriente.
«José, hijo de David -me dijo-, no tengas miedo de acoger a María, tu esposa, y quedarte con ella. Lo que ha sucedido en ella es realmente obra del Espíritu Santo: tú lo sabes. Y debes imponer al niño el nombre de Jesús. Tu tarea, José, es ser el padre legal ante los hombres, el padre davídico que da testimonio de su estirpe... Y has de saber, José, que también tú has encontrado gracia a los ojos del Señor... Dios está contigo». El ángel desapareció. La gruta siguió como siempre, pero todo me parecía diferente, más luminoso, más bello.
«Gracias, Dios mío. Gracias por esta liberación. Gracias por tu bondad con tu siervo. Has vuelto a darme la paz, a alegría, la vida.
 Así pues, Jesús, María y yo estaremos siempre unidos, fundidos en un solo y gran amor..., en un solo corazón».
La tempestad había desaparecido, había vuelto el sol, la paz, la esperanza... Todo había cambiado.

                                                                            (J.M. Vernet:  Tú, José)




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