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jueves, 15 de enero de 2015

SEGUNDO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

«Aquí estoy, porque me has llamado»  (1 Sm 3,5)

Icono ruso. San Juan mostrando al Cordero de Dios. Fecha indeterminada.

La Palabra de Dios nos pone frente al misterio de la vocación, algo que no se produce nunca por nuestros méritos o por nuestras cualidades humanas, sino que brota únicamente de la libre y misericordiosa iniciativa divina respecto a nosotros. El encuentro con Jesús, aunque se decide en el secreto de nuestra libertad, postula, no obstante, la dinámica del testimonio. Ateniéndonos al relato evangélico, los encuentros con los primeros discípulos acaecen, en efecto, como en cadena: cada uno de ellos llega a Jesús a través de la mediación de otro, porque ésa es concretamente la dinámica de nuestra llegada a la fe. De ahí deriva una enseñanza preciosa sobre la importancia que tiene contar con auténticos testigos, que nos presenten a Jesús como el Señor esperado y favorezcan el encuentro con él, sin que el testigo quiera ligar al otro a su propia persona como si fuera una propiedad suya. El verdadero testigo está, por consiguiente, al servicio del camino hacia una madurez espiritual que es libertad de elección. En este sentido, son unos ejemplos excelentes el sacerdote Elí con Samuel y todavía más el Bautista con sus dos discípulos.
        Con todo, para llegar a ser testigos es menester haber encontrado ya al Señor y haber llegado, por ello, a ser capaz de ir más allá de las apariencias, accediendo a una profunda mirada de fe sobre la realidad. Dar testimonio es regalar a los otros esta mirada que, precedentemente, ya ha cambiado nuestra vida. Eso supone haber entrado en un nuevo tipo de existencia, en una comunión activa con Jesús, una comunión que puede ser expresada como un «habitar con él»; más aún, como un detenerse junto a él. A la fase de la búsqueda, en nuestros días frecuentemente enfatizada con exceso, debe sucederle la de nuestro detenernos, la del reconocer en Jesús la verdadera meta de nuestro corazón, la del ser capaces de perseverar en su compañía: «Se fueron con él, vieron dónde vivía y pasaron aquel día con él».
        En este morar con él adquiere su vigor la contemplación y la escucha, el ponernos a su disposición con todas nuestras energías, como dijo Samuel, con la simplicidad de un niño: «Habla, que tu siervo escucha». Sólo permaneciendo con Jesús comprenderemos de verdad que hemos sido comprados a un precio elevado y nos hemos convertido en templo del Espíritu Santo.



        Señor, tú me has comprado, verdaderamente, a un precio elevado; me has convertido en uno de los miembros de tu cuerpo y en templo del Espíritu Santo. Te bendigo por la grandeza de la llamada con la que me has obsequiado y porque tu Palabra orienta de continuo mi búsqueda hacia un verdadero encuentro contigo.
        Pongo a tus pies todas las ambigüedades de mis expectativas y de mis proyectos, para que sea tu voz la que guíe mis pasos hacia ti. Ayúdame a detenerme junto a ti, a no temer el silencio de la contemplación, ese silencio que me permite experimentar de una manera profunda tu amistad. Haz que pueda conocerte no por lo que he oído de ti, sino por haberte encontrado de verdad, y que tu gracia me comprometa totalmente y renueve todas las fibras de mi ser, puesto que deseo morar contigo y permanecer en tu amor. Sólo así podré llegar a ser un testigo tuyo y regalar a mis hermanos y hermanas el precioso tesoro de la fe en ti.
        Me reconozco fácilmente en Pedro, reacio a reconocerte como su Maestro y Señor, pero deseo llegar a ser cada vez más parecido al discípulo amado y encontrar en mi corazón la disponibilidad y el entusiasmo con los que Samuel respondió a tu llamada. Como él, también yo deseo poder responder: «Habla, que tu siervo escucha». Por eso, hoy, quiero abrir mi corazón a una renovada  escucha de tu Palabra, oh Señor, para seguirte de manera concreta en las opciones que se me presenten en la vida.




        «Uno de los dos que siguieron a Jesús por el testimonio de Juan era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Encontró Andrés en primer lugar a su propio hermano Simón y lo llevó a Jesús.» Los que poco antes habían recibido el talento, lo hacen fructificar de inmediato y lo ofrecen al Señor.
        Estas almas, que están dispuestas a escuchar y aprender, no necesitan muchas palabras para ser instruidas, ni tampoco un prolongado período de años y meses para producir el fruto de la enseñanza. Al contrario, alcanzan la perfección desde el comienzo de su aprendizaje. «Da al sabio y se hará más sabio, instruye al justo y aumentará su ciencia» (Prov 9,9). Andrés, por tanto, salva a Pedro, su hermano, e indica, con pocas palabras, todo el gran misterio. Dice, en efecto: «Hemos encontrado al Mesías», o sea, «el tesoro escondido en el campo o la perla preciosa», según otra parábola del evangelio (cf. Mt 13,44ss). Entonces Jesús le miró a los ojos, como conviene a Dios, que conoce «las mentes y los corazones» (Sal 7,10) y prevé la gran piedad que alcanzará aquel discípulo, la excelsa virtud y la perfección a las que será elevado [...] Después, no queriendo que siguiera llamándose Simón, y considerándolo ya en su potestad, con una homonimia le llamó Pedro, de «piedra», mostrando de manera anticipada que sobre él fundaría su Iglesia (Cirilo de Alejandría, Comentario al evangelio de Juan, II, 1, passim).

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