"Se
humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó" (Flp 2,8-9a)
Lecturas del día:
http://www.ciudadredonda.org/calendario-lecturas/evangelio-del-dia/?f=2015-04-03
Vídeo:
http://www.quierover.org/portal/watch.php?vid=128c749a2
Icono ruso. Siglo XVIII |
Como el Espíritu Santo había conducido a Jesús al desierto
en el comienzo de su vida pública, así impulsa con fuerza a Jerusalén
hacia "su hora", la hora del encuentro definitivo y de la
manifestación definitiva del amor de Dios. El Espíritu Santo es quien da a
Jesús la fuerza para mantener la lucha de Getsemaní, para adherirse a la
voluntad del Padre y llegar hasta el final de su camino, a pesar de la angustia
que le ocasiona sudor de sangre.
Luego, en el Calvario, aparece una escena casi desierta: en
el cielo se dibujan las tres cruces y abajo -como dos brazos de una sola cruz-
están María y Juan. En el profundo silencio del indescriptible sufrimiento se
oye un grito: "Tengo sed". Es un grito que recuerda el
encuentro de Jesús con la Samaritana. "Dame de beber", le
había pedido, y siguió la revelación de que la sed de Jesús era de la fe de la
Samaritana, sed de la fe de la humanidad, deseo de dar el agua viva, de saciar
a todos con su gracia.
La hora de la crucifixión y muerte de Jesús se corresponde con
la hora de máxima fecundidad en el Espíritu. Cuando el amor de Jesús llega al
culmen de la inmolación, de su total anonadamiento, como del hontanar de un
manantial subterráneo surge la Iglesia, la nueva comunidad de creyentes, nuevo
Israel, pueblo de la nueva alianza. Y allí está María como cooperadora de la
salvación, junto a Juan, que representa a los discípulos del Nazareno y a toda
la humanidad, constituyendo el núcleo primitivo de la Iglesia naciente.
Al extender tus manos en la cruz, oh Cristo, colmaste al
mundo con la ternura del Padre. Por eso entonamos un himno de victoria.
Te dejaste clavar en la cruz para derramar sobre todos la
luz de tu perdón, y de tu pecho traspasado fluye hasta nosotros el río de la
vida.
Oh Cristo, amor crucificado hasta el fin del mundo en los
miembros de tu cuerpo, haz que hoy podamos comulgar con tu pasión y muerte para
poder gustar tu gloria de Resucitado. Amén.
Hoy la Iglesia nos invita a un gesto que quizás para los
gustos modernos resulte un tanto superado: la adoración y beso de la cruz. Pero
se trata de un gesto excepcional. El rito prevé que se vaya desvelando
lentamente la cruz, exclamando tres veces: "Mirad el árbol de la cruz,
donde estuvo clavada la salvación del mundo". Y el pueblo responde:
"Venid a adorarlo".
El motivo de esta triple aclamación está claro. No se puede
descubrir de una vez la escena del Crucificado que la Iglesia proclama como la
suprema revelación de Dios. Y cuando lentamente se desvela la cruz, mirando
esta escena de sufrimiento y martirio con una actitud de adoración, podemos
reconocer al Salvador en ella. Ver al Omnipotente en la escena de la debilidad,
de la fragilidad, del desfallecimiento, de la derrota, es el misterio del
Viernes Santo al que los fieles nos acercamos por medio de la adoración.
La respuesta "Venid a adorarlo" significa ir hacia
él y besar. El beso de un hombre lo entregó a la muerte; cuando fue objeto de
nuestra violencia es cuando fue salvada la humanidad, descubriendo el verdadero
rostro de Dios, al que nos podemos volver para tener vida, ya que sólo vive
quien está con el Señor. Besando a Cristo, se besan todas las heridas del
mundo, las heridas de la humanidad, las recibidas y las inferidas, las que los
otros nos han infligido y las que hemos hecho nosotros. Aun más: besando a
Cristo besamos nuestras heridas, las que tenemos abiertas por no ser amados.
Pero hoy, experimentando que uno se ha puesto en nuestras
manos y ha asumido el mal del mundo, nuestras heridas han sido amadas. En él
podemos amar nuestras heridas transfiguradas. Este beso que la Iglesia nos invita
a dar hoy es el beso del cambio de vida.
Cristo, desde la cruz, ha derramado la vida, y nosotros,
besándolo, acogemos su beso, es decir, su expirar amor, que nos hace respirar,
revivir. Sólo en el interior del amor de Dios se puede participar en el
sufrimiento, en la cruz de Cristo, que, en el Espíritu Santo, nos hace gustar
del poder de la resurrección y del sentido salvífico del dolor (M. I.
Rupnik, Omelie di pascua. Venerdi santo, Roma 1998, 47-53).
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