"Dios ha resucitado a Jesús de entre los muertos" (Hch
3,15).
La alegría pascual crece y tendrá su plenitud en la vida
eterna, en la resurrección futura. Por eso, nuestra alegría está motivada por
la esperanza de llegar a ser herederos del Reino de los Cielos, por la
esperanza de resurgir con Cristo también en cuerpo. Una alegría vivida,
experimentada, pregustada en la tierra como peregrinos, aunque destinada a
crecer hasta la meta de la eternidad bienaventurada.
Esta alegría de peregrinos -que va unida siempre a la fatiga
y al sufrimiento del camino- requiere de nosotros ascesis, conversión del
corazón y empeño en su custodia, porque puede verse, fácilmente, turbada y
abrumada por el espanto, por el cansancio, por la angustia... En una palabra,
por todos los peligros que nos acechan mientras vamos de viaje. De ahí que
tengamos necesidad de una fuerza interior, divina: eso que nosotros no seríamos
capaces de guardar por nosotros mismos es confiado al Espíritu, al Espíritu
consolador.
¿Cómo es posible obtener un don tan precioso, gracias al
cual podremos vivir como verdaderos testigos del Resucitado y alegrarnos
siempre, vayan como vayan las cosas? Debemos desearlo con pureza de corazón y
con humildad, pues así lo recibiremos, con gratitud, como don. Si existe esta
disposición en nuestro interior, reside en nosotros verdaderamente la vida
nueva: podemos ejecutar el testamento que el Señor Jesús nos ha dejado, ¡venga
el canto nuevo, la alegría verdadera!
Por este camino por el que andamos siempre peregrinos -con
el peso de la soledad en el corazón- vienes tú, el Viviente entre los muertos,
a nuestro encuentro y partes el pan del amor. En este largo camino, donde, a la
puesta del sol, se extienden nuestras sombras, enciende, oh Viajero envuelto de
misterio, el vivido vivaque de tu Palabra y sabremos, por su fuego ardiente,
que nuestra esperanza ha resucitado más viva, más fuerte.
Sí, abre nuestra mente para comprender la Palabra, porque
sólo ella puede disipar las dudas que aún surgen en nuestro corazón. ¡Cuántas
veces, incapaces de reconocerte, hemos renegado de ti también nosotros! Pero
tú, el Justo, con manso padecer te has hecho víctima de expiación por nuestros
pecados. No nos dejes ahora vacilantes y turbados: que tu presencia infunda en
nosotros la paz, que tu espíritu despeje nuestra mirada y nos haga alegres testigos
de tu amor.
Cuando «vino con las puertas cerradas y se plantó en
medio de ellos, aterrados y llenos de miedo, creían ver mi fantasma» (cf.
Jn 20,26; Lc 24,36s), pero él sopló sobre ellos y dijo: «Recibid el
Espíritu Santo» (Jn 20,22s). Después les envió desde el cielo al mismo
Espíritu, aunque como nuevo don. Estos dones fueron para ellos los testimonios
y los argumentos de prueba de la resurrección y de la vida. En efecto, el
Espíritu es la prueba que atestigua que «Cristo es la verdad» (1 Jn
5,6), la verdadera resurrección y la vida. Por eso los apóstoles, que habían
permanecido también dudosos al principio, tras haber visto su cuerpo redivivo, «daban
testimonio con gran energía de la resurrección de Jesús» (Hch 4,33),
después de haber gustado al Espíritu vivificador. De ahí que sea más provechoso
concebir a Jesús en nuestro propio corazón que verlo con los ojos del cuerpo u
oírle hablar; y de ahí también que la obra del Espíritu Santo sea mucho más
poderosa sobre los sentidos del hombre interior que la impresión de los objetos
corpóreos sobre los del hombre exterior.
Ahora bien, por eso mismo, hermanos míos [...], vuestro
corazón se alegra dentro de vosotros y dice: «He recibido este anuncio: ¡Jesús,
mi Dios, está vivo! Y, al recibir esta noticia, mi espíritu, ya sumido en la
tristeza, languideciendo por la tibieza o dispuesto a sucumbir al desánimo, se
reanima» (Guerrico d'Igny, Sermo in Pascha, I, 4).
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