«No he de temer ningún mal, porque tú estás conmigo» (Sal
23,4)
El buen pastor. Icono ruso siglo XIX |
El Señor se presenta a nosotros como el buen pastor, como
aquel que defiende del peligro a sus ovejas y las lleva a los pastos de la
vida, invitándolas a seguirle con confiada seguridad por el camino sobre el que
las precede y las acompaña. ¿Es ésta una imagen demasiado obsoleta para hablar
a los hombres de nuestro tiempo?
En realidad, las dos características que connotan a Jesús
como el verdadero, como el buen pastor, nos ayudan a practicar un
discernimiento entre las múltiples propuestas que la sociedad de hoy nos
avanza, encontrándonos desprevenidos con frecuencia.
Jesús afirma, en primer lugar, que el buen pastor «da
la vida por las ovejas» no sólo de palabra, sino con los hechos. Cuántas
doctrinas, cuántos maestros de sabiduría o de ciencia se asoman al escenario y
prometen llevarnos lejos, hacia una realización plena... Ahora bien, ¿quién
puede liberar al hombre de la más pesada y desconocida esclavitud, de la que
derivan todas las demás, y que es la esclavitud del pecado? Jesús ofrece su
vida para despertarnos a una vida de horizontes infinitos, llena de esperanza y
de belleza. Más aún, «conoce a sus ovejas», establece con ellas una
relación que es como la que le une a él con el Padre, una relación de amor tan
oblativo y total que personaliza al otro, que lo hace existir en su verdad y en
su alteridad, que lo hace capaz de expresarse en plenitud a través de la
entrega de sí mismo. Si recibimos la vida que el buen pastor ofrece por
nosotros, si queremos dejarnos conducir por él a una relación de
conocimiento-comunión de amor, podremos descubrir, ya desde ahora, la maravilla
de ser realmente hijos del Padre, y nos encontraremos semejantes a él en la eternidad.
No endurezcamos nuestro corazón, descartando la piedra angular que ha puesto
Dios como fundamento de la nueva humanidad: Cristo es la única salvación
verdadera del hombre; pongamos nuestros pasos en sus huellas seguras.
Jesús, huésped divino y mendigo de amor a la puerta del
corazón humano, haz que nada nos resulte más dulce, nada más deseable, que
caminar contigo y morar en ti. Ahora, en las estaciones de la trashumancia, en
las inclementes estaciones de los acontecimientos humanos; después, durante los
siglos eternos, en los soleados pastos del cielo. Haz todo esto por amor a tu
nombre, para manifestar tu gloria en la alegría de nuestra salvación.
«La felicidad y la gracia nos acompañarán» a lo largo
del viaje de la vida presente no para que ya nada penoso nos suceda, sino
porque contigo todo será gracia, si lo vivimos con serenidad y paz.
Tú, hombre, debes reconocer qué eras, dónde estabas y a
quién estabas sometido; eras una oveja perdida, estabas en un lugar desierto y
árido, te alimentabas de espinas y de maleza; estabas confiado a un asalariado,
que, al llegar el lobo, no te protegía. Ahora, en cambio, has sido buscado por
el verdadero pastor, que, por su amor, te ha cargado sobre sus hombros, te ha
llevado al redil que es la casa del Señor, la Iglesia: aquí es Cristo tu pastor
y aquí han sido reunidas las ovejas para morar juntas.
Este pastor no es como el asalariado bajo el que estabas
cuando te afligía tu miseria y debías temer al lobo. La medida del cuidado que
tiene de ti el buen pastor te la proporciona el hecho de que ha dado su vida
por ti. Se ofreció él mismo al lobo que te amenazaba, dejándose matar por ti.
Ahora, por consiguiente, el rebaño está seguro en el redil, sin necesidad de
otros que cierren y abran la puerta del recinto. Cristo es el pastor y es la
puerta, y es también el alimento y el que lo suministra.
Los pastos que el buen pastor ha preparado para ti y donde
te ha puesto para apacentarte no son los prados de hierbas mezcladas, dulces y
amargas, que ahora existen y mañana no, según las estaciones. Tu pasto es la
Palabra de Dios, y sus mandamientos son los dulces campos donde te apacienta
(Agustín, Sermón 366, 3).
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