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sábado, 4 de abril de 2015

DOMINGO DE RESURRECCIÓN

«Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba»  (Col 3,1)

Icono del descenso a los infiernos. Taller de Dionisios. Moscú, Siglo XV

«Mi alegría, Cristo, ha resucitado.» Con estas palabras solía saludar san Serafín de Sarov a quienes le visitaban.
Con ello se convertía en mensajero de la alegría pascual en todo tiempo. En el día de pascua, y a través del relato evangélico, el anuncio de la resurrección se dirige a todos los hombres por los mismos ángeles y, después de ellos, por las piadosas mujeres a la vuelta del sepulcro, por los apóstoles y por los cristianos de las generaciones pasadas, ahora vivas para siempre en El que vive. Sus palabras son una invitación, casi una provocación. Esas palabras hacen resurgir en el corazón de cada uno de nosotros la pregunta fundamental de la vida: ¿quién es Jesús para ti? Ahora bien, esta pregunta se quedaría para siempre como una herida dolorosamente abierta si no indicara al mismo tiempo el camino para encontrar la respuesta. No hemos de buscar entre los muertos al Autor de la vida. No encontraremos a Jesús en las páginas de los libros de historia o en las palabras de quienes lo describen como uno de tantos maestros de sabiduría de la humanidad. Él mismo, libre ya de las cadenas de la muerte, viene a nuestro encuentro; a lo largo del camino de la vida se nos concede encontrarnos con él, que no desdeña hacerse peregrino con el hombre peregrino, o mendigo, o simple hortelano.
Él, el Inaprensible, el totalmente Otro, se deja encontrar en su Iglesia, enviada a llevar la buena noticia de la resurrección hasta los confines de la tierra.
En consecuencia, sólo hay una cuestión importante de verdad: ponernos en camino al alba, no demorarnos más, encadenados como estamos por los prejuicios y los temores, sino vencer las tinieblas de la duda con la esperanza.
¿Por qué no habría de suceder todavía hoy que encontráramos al Señor vivo? Más aún, es cierto que puede suceder. El modo y el lugar serán diferentes, personalísimos para cada uno de nosotros. El resultado de este acontecimiento, en cambio, será único: la transformación radical de la persona. ¿Encuentras a un hermano que no siente vergüenza de saludarte diciendo: «Mi alegría, Cristo ha resucitado»? Pues bien, puedes estar seguro de que ha encontrado a Cristo. ¿Encuentras a alguien entregado por completo a los hermanos y absolutamente dedicado a las cosas del cielo? Pues bien, puedes estar seguro de que ha encontrado a Cristo...
Sigue sus pasos, espía su secreto y llegará también para ti esa hora tan deseada.





Estarás en condiciones de reconocer que tu espíritu ha resucitado plenamente en Cristo si puede decir con íntima convicción: «¡Si Jesús vive, eso me basta!». Estas palabras expresan de verdad una adhesión profunda y digna de los amigos de Jesús. Cuan puro es el afecto que puede decir: «¡Si Jesús vive, eso me basta!». Si él vive, vivo yo, porque mi alma está suspendida de él; más aún, él es mi vida y todo aquello de lo que tengo necesidad.
¿Qué puede faltarme, en efecto, si Jesús vive? Aun cuando me faltara todo, no me importa, con tal de que viva Jesús... Incluso si a él le complaciera que yo me faltara a mí mismo, me basta con que él viva, con tal que sea para él mismo. Sólo cuando el amor de Cristo absorba de este modo tan total el corazón del hombre, hasta el punto de que se abandone y se olvide de sí mismo y sólo se muestre sensible a Jesucristo y a todo lo relacionado con él, sólo entonces será perfecta en él la caridad
(Guerrico de Igny, Serrno in Pascha, i, 5).





En el fluir confuso de los acontecimientos hemos descubierto un centro, hemos descubierto un punto de apoyo: ¡Cristo ha resucitado!
Existe una sola verdad: ¡Cristo ha resucitado! Existe una sola verdad dirigida a todos: ¡Cristo ha resucitado!
Si el Dios-Hombre no hubiera resucitado, entonces todo el mundo se habría vuelto completamente absurdo y Pilato hubiera tenido razón cuando preguntó con desdén: «¿Qué es la verdad?». Si el Dios-Hombre no hubiera resucitado, todas las cosas más preciosas se habrían vuelto indefectiblemente cenizas, la belleza se habría marchitado de manera irrevocable. Si el Dios-Hombre no hubiera resucitado, el puente entre la tierra y el cielo se habría hundido para siempre. Y nosotros habríamos perdido la una y el otro, porque no habríamos conocido el cielo, ni habríamos podido defendernos de la aniquilación de la tierra. Pero ha resucitado aquel ante el que somos eternamente culpables, y Pilato y Caifas se han visto cubiertos de infamia.
Un estremecimiento de júbilo desconcierta a la criatura, que exulta de pura alegría porque Cristo ha resucitado y llama junto a él a su Esposa: «¡Levántate, amiga mía, hermosa mía, y ven!».
Llega a su cumplimiento el gran misterio de la salvación. Crece la semilla de la vida y renueva de manera misteriosa el corazón de la criatura. La Esposa y el Espíritu dicen al Cordero: «¡Ven!». La Esposa, gloriosa y esplendente de su belleza primordial, encontrará al Cordero (P. Florenskij, // cuore cherubico, Cásale Monferrato 1999, pp. 172-174, passim).


Vídeo:
http://www.quierover.org/portal/watch.php?vid=3dbf9ce2d

Lecturas:
http://www.ciudadredonda.org/calendario-lecturas/evangelio-del-dia/?f=2015-04-05


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