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jueves, 9 de abril de 2015

SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA

«La paz esté con vosotros»  (Jn 20,19)

Aparición a María de Magdala, la primera en ver al resucitado. Bizancio, S. XV

Jesús resucitado pasa a través de las puertas cerradas y les dirige este saludo: «La paz esté con vosotros». Como había sucedido antes con María Magdalena, no son las apariencias, sino la voz lo que le da a conocer. Lo que dice Jesús acaece, cada palabra suya se vuelve acontecimiento: en consecuencia, su paz se comunica a los apóstoles. Tal como lo había prometido, Jesús no deja huérfanos a sus discípulos, sino que les entrega el Espíritu Paráclito, gracias al cual podrán comprender todo lo que les había enseñado y proseguir su misión en el mundo, cooperando con él en la obra de la salvación.
Hasta Tomás, al oír la voz de Jesús, se abre para recibir el don de la fe, e, iluminado por el Espíritu, puede renunciar ahora a su exigencia de ver y tocar de manera sensible. Aferrado en lo íntimo por la voz del Maestro, se postra de inmediato en actitud de adoración y realiza una solemne proclamación de fe: «¡Señor mío y Dios mío!».
Jesús estará siempre junto a sus apóstoles, junto a la Iglesia, aunque de otro modo: a través de la acción del Espíritu Santo. Este nos ofrece como fruto excelente la paz, fruto maduro de la salvación y distintivo principal de los discípulos de Cristo. Por eso debemos abrirnos continuamente a este don, poniéndonos a disposición total de Dios. En cada situación deberemos preguntarnos: «¿Qué quiero realizar con estos pensamientos y estos sentimientos? ¿Qué busco de verdad?».
Si nos damos cuenta de que perseguimos fines egoístas, deberemos rectificar nuestra voluntad, confiándola a la acción del Espíritu Santo, para que nos haga capaces de creer y de amar con autenticidad. Estamos llamados, en efecto, a participar de la misma vida de Dios, es decir, a ser santos. La santidad consiste precisamente en dejar que el Espíritu Santo oriente y dirija totalmente hacia Dios nuestra voluntad. Eso es lo que realiza en nosotros el Espíritu Santo que el Resucitado nos ha dado. Por eso, vivir el misterio pascual es una aventura maravillosa.






Concede, Señor, a tus hijos la gracia de ser capaces de detenerse un momento para escuchar el sonido de tu voz. Apenas un instante para pensar y gustar qué sucedería si en cada familia, en cada comunidad, latieran siempre todos los corazones al unísono del ritmo de tu corazón.
¡Oh alegría, plenitud de la alegría! La humanidad, afligida y agotada, no desea, Señor, otra cosa más que esta paz, fruto del amor, fruto de tu Espíritu. Ábrenos para acogerla, Señor; porque moriste y resucitaste para que nosotros la experimentáramos ya desde ahora y fuéramos testigos de ella en medio de los hermanos.




El Señor considera por encima de los que ven y creen a los que creen sin ver. En efecto, en aquel tiempo la fe. de los discípulos de Cristo era tan vacilante que, aun viéndolo ya resucitado, tuvieron que tocarlo también para creer en su resurrección. No les bastaba verlo con los ojos: tenían que acercar también las manos a sus miembros, tenían que tocar también las cicatrices de las heridas recientes; de este modo, el discípulo que dudaba, después de haber tocado y reconocido las cicatrices, exclamó de inmediato: «¡Señor mío y Dios mío!». Las cicatrices hacían manifiesto al que había curado las heridas de todos los otros.
¿Es posible que el Señor no pudiera resucitar sin cicatrices? Sí, pero conocía las heridas del corazón de los discípulos y, a fin de curarlas, conservo las cicatrices en su cuerpo.
¿Y qué le responde el Señor al discípulo que ahora declaraba y decía: «¡Señor mío y Dios mío!»? «Has creído - le dijo- porque has visto; bienaventurados aquellos que crean sin ver». ¿De quién hablaba, hermanos, sino de nosotros? Y no sólo de nosotros, sino también do los que vengan detrás de nosotros. En efecto, poco tiempo después de haberse alejado de los ojos mortales, para que se reforzara la fe en los corazones, todos los que han creído lo han hecho sin ver, y su fe ha tenido un gran mérito. Para tener esta fe se limitaron a acercar un corazón lleno de piedad a Dios, pero no la mano para tocar (Agustín, Sermón 88, 2).


Lecturas del día:
http://www.ciudadredonda.org/calendario-lecturas/evangelio-del-dia/?f=2015-04-12

Vídeo:
http://www.quierover.org/portal/watch.php?vid=f6a87a985



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