«La
paz esté con vosotros» (Jn 20,19)
Lecturas del día:
http://www.ciudadredonda.org/calendario-lecturas/evangelio-del-dia/?f=2015-04-12
Vídeo:
http://www.quierover.org/portal/watch.php?vid=f6a87a985
Aparición a María de Magdala, la primera en ver al resucitado. Bizancio, S. XV |
Jesús resucitado pasa a través de las puertas cerradas y les
dirige este saludo: «La paz esté con vosotros». Como había sucedido
antes con María Magdalena, no son las apariencias, sino la voz lo que le da a
conocer. Lo que dice Jesús acaece, cada palabra suya se vuelve acontecimiento:
en consecuencia, su paz se comunica a los apóstoles. Tal como lo había prometido,
Jesús no deja huérfanos a sus discípulos, sino que les entrega el Espíritu
Paráclito, gracias al cual podrán comprender todo lo que les había enseñado y
proseguir su misión en el mundo, cooperando con él en la obra de la salvación.
Hasta Tomás, al oír la voz de Jesús, se abre para recibir el
don de la fe, e, iluminado por el Espíritu, puede renunciar ahora a su
exigencia de ver y tocar de manera sensible. Aferrado en lo íntimo por la voz
del Maestro, se postra de inmediato en actitud de adoración y realiza una
solemne proclamación de fe: «¡Señor mío y Dios mío!».
Jesús estará siempre junto a sus apóstoles, junto a la
Iglesia, aunque de otro modo: a través de la acción del Espíritu Santo. Este
nos ofrece como fruto excelente la paz, fruto maduro de la salvación y
distintivo principal de los discípulos de Cristo. Por eso debemos abrirnos
continuamente a este don, poniéndonos a disposición total de Dios. En cada
situación deberemos preguntarnos: «¿Qué quiero realizar con estos pensamientos
y estos sentimientos? ¿Qué busco de verdad?».
Si nos damos cuenta de que perseguimos fines egoístas,
deberemos rectificar nuestra voluntad, confiándola a la acción del Espíritu
Santo, para que nos haga capaces de creer y de amar con autenticidad. Estamos
llamados, en efecto, a participar de la misma vida de Dios, es decir, a ser
santos. La santidad consiste precisamente en dejar que el Espíritu Santo
oriente y dirija totalmente hacia Dios nuestra voluntad. Eso es lo que realiza
en nosotros el Espíritu Santo que el Resucitado nos ha dado. Por eso, vivir el
misterio pascual es una aventura maravillosa.
Concede, Señor, a tus hijos la gracia de ser capaces de
detenerse un momento para escuchar el sonido de tu voz. Apenas un instante para
pensar y gustar qué sucedería si en cada familia, en cada comunidad, latieran
siempre todos los corazones al unísono del ritmo de tu corazón.
¡Oh alegría, plenitud de la alegría! La humanidad, afligida
y agotada, no desea, Señor, otra cosa más que esta paz, fruto del amor, fruto
de tu Espíritu. Ábrenos para acogerla, Señor; porque moriste y resucitaste para
que nosotros la experimentáramos ya desde ahora y fuéramos testigos de ella en
medio de los hermanos.
El Señor considera por encima de los que ven y creen a los
que creen sin ver. En efecto, en aquel tiempo la fe. de los discípulos de
Cristo era tan vacilante que, aun viéndolo ya resucitado, tuvieron que tocarlo
también para creer en su resurrección. No les bastaba verlo con los ojos:
tenían que acercar también las manos a sus miembros, tenían que tocar también
las cicatrices de las heridas recientes; de este modo, el discípulo que dudaba,
después de haber tocado y reconocido las cicatrices, exclamó de inmediato: «¡Señor
mío y Dios mío!». Las cicatrices hacían manifiesto al que había curado las
heridas de todos los otros.
¿Es posible que el Señor no pudiera resucitar sin
cicatrices? Sí, pero conocía las heridas del corazón de los discípulos y, a fin
de curarlas, conservo las cicatrices en su cuerpo.
¿Y qué le responde el Señor al discípulo que ahora declaraba
y decía: «¡Señor mío y Dios mío!»? «Has creído - le dijo- porque
has visto; bienaventurados aquellos que crean sin ver». ¿De quién hablaba,
hermanos, sino de nosotros? Y no sólo de nosotros, sino también do los que
vengan detrás de nosotros. En efecto, poco tiempo después de haberse alejado de
los ojos mortales, para que se reforzara la fe en los corazones, todos los que
han creído lo han hecho sin ver, y su fe ha tenido un gran mérito. Para tener
esta fe se limitaron a acercar un corazón lleno de piedad a Dios, pero no la
mano para tocar (Agustín, Sermón 88, 2).
Lecturas del día:
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