"Me consumo ansiando tu salvación, esperando tu Palabra" (Sal 118,81)
Purificación del templo. El Greco. |
El episodio de la purificación del templo reviste una
importancia singular en el evangelio de Juan: abre la predicación de Jesús;
acontece al acercarse la fiesta "grande": toda la vida de
Jesús está jalonada por el calendario de fiestas antiguas, y él las llenará de
un cumplimiento pleno y definitivo al revelarse como "nuestra pascua"
(1 Cor 5,7). La pascua de los judíos debía celebrarse en el templo, con el
sacrificio de víctimas, para conmemorar las obras maravillosas de Dios en la
liberación del pueblo de la esclavitud de Egipto.
En el relato joaneo, Jesús, entrando en el templo, expulsa
no sólo a los vendedores -como narran los sinópticos-, sino también a corderos
y bueyes, declarando así ser él la verdadera víctima. Con su gesto cumple la
profecía de Zacarías: "En aquel día [el día de la revelación
definitiva]no habrá ya traficantes en el templo del Señor de los
ejércitos" (14,21). Jesús da cumplimiento a las Escrituras (v. 17) y
proclama a la vez su divinidad, con poder de resucitar: "Destruid
este templo y, en tres días, lo levantaré" (v. 19). La narración
llega aquí a su culmen: en contraposición con el templo antiguo y el antiguo
culto abandonados por Dios a causa de la infidelidad y las profanaciones (cf.
Ez 10,18ss), el cuerpo de Cristo resucitado se convertirá en el nuevo templo
(vv. 1-21) para un nuevo culto "en espíritu y en verdad" (cf.
4,23).
Jesús, penetra una vez más en nuestro corazón como en el santuario de tu Padre y Padre nuestro. Posa tu mirada en sus escondrijos más secretos, donde ocultamos nuestras mayores preocupaciones y los afanes más dolorosos, ésos que tantas veces nos roban serenidad y paz; ésos que tantas veces nos hacen vacilar en la fe y nos llevan a mirar a otro lado, lejos de ti. Ilumina, discierne, purifica y libéranos de los que no quisiéramos dejar, aunque nos esclavizan. Que este pobre corazón sea casa de alabanza, de canto y de súplica. Que se inunde de luz, que esté abierto a la escucha, que se enriquezca únicamente de ti para alabanza del Padre.
Visita, Jesús, nuestra comunidad y extirpa, en cuanto aparezca, cualquier asomo de envidia, de rivalidad, de enfrentamiento. Que tu presencia traiga mansedumbre, humildad, compasión; danos, sobre todo, la silenciosa capacidad de sacrificarnos unos por otros. Graba en el corazón de cada uno y en el rostro de todos las "diez palabras" que manifiestan el único amor.
La vida fraterna es la piedra de toque de la autenticidad de
nuestra escucha de la Palabra de Dios y de nuestra respuesta a su amor
eternamente fiel. Esta Palabra no es anónima; tiene un rostro inconfundible, el
rostro de Jesús de Nazaret, el Crucificado resucitado, aparecido primero a los
suyos y luego a Pablo en el camino de Damasco.
Para acogerla como nuestra sabiduría, se nos pide también a
nosotros, como en otro tiempo a los judíos y a los griegos, abandonar una
lógica puramente humana para seguir con fe el camino de la cruz. Y esto no sólo
una vez, únicamente en eventuales circunstancias extraordinarias, sino en cada
momento, en la vida cotidiana personal y familiar, comunitaria y social. Aquí
los tradicionales diez mandamientos, resumidos en el "Mandamiento
nuevo" consignado por Jesús a los suyos en la última cena, se
traducen en gestos y palabras-, pensamientos y sentimientos. No pretendamos que
Jesús nos dé otros "signos", porque no se nos darán, pues
no hay otro signo más elocuente que su amor por nosotros hasta aceptar la
muerte en cruz, hasta hacerse eucaristía en el altar.
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