"Mirarán
al que traspasaron" (Jn 19,37b)
El pasaje evangélico de hoy es muy significativo en nuestro
camino cuaresmal. Jesús ha subido a Jerusalén a la fiesta de pascua. Algunos
griegos acuden a Felipe y le dicen: "Quisiéramos ver a Jesús,
quisiéramos conocerlo". Es una pregunta que también nosotros
deberíamos hacer siempre. Siempre necesitamos acercarnos a Jesús, conocerlo de
nuevo, como si nunca lo hubiésemos visto, porque nunca acabamos de conocer al
Señor. Cada día deberíamos sentir cómo surge dentro de nosotros más vivamente
este deseo: ver a Jesús. ¿Quién nos conducirá a él, quién nos lo señalará,
quién nos lo hará ver?
Precisamente este deseo nos lleva a escuchar su Palabra, a
buscarle en la Sagrada Escritura, en el Evangelio, en la Iglesia, en los
hermanos, en los sacramentos, en nuestro corazón. Ahora ya no debemos buscarle
fuera de nosotros, porque Jesús vive en nosotros, si de verdad creemos. Lo más
importante es participar íntimamente, con corazón de creyente, en el misterio de
Cristo. Sólo así daremos fruto. Pero Jesús nos recuerda que nadie vive
verdaderamente -y esto significa dar fruto- si no acepta penetrar en el
misterio del grano que muere, misterio vivido por él antes que nadie.
Nosotros no tenemos fuerza suficiente para ahondar en la
tierra fecunda si no tenemos presente que el terreno para morir es el del amor,
que da sentido a la cruz de Cristo y a todas las cruces que se levantan junto a
ella, esperando a su sombra el cumplimiento de la alianza nueva que es su
pascua (cf. Ap 14,13).
También nosotros queremos verte, Jesús, en esta hora en que,
como semilla, te siembras en la tierra de nuestro dolor y germinas en apretada
espiga, esperanza de mies abundante. Tú nos descubres qué dulce es morir para
el que ama y se da con alegría. Perder la vida por ti y contigo es encontrarla.
Entonces hasta el llanto florece en sonrisa.
En tus llagas encontramos refugio y en ellas recobra sentido
el padecer humano. Sólo mirándote hallamos fuerza para abandonarnos
confiadamente en las manos paternas de Dios. Purifica los ojos de nuestro
corazón hasta que, no como en un espejo ni de modo confuso, sino en un amoroso
cara a cara te veamos como eres. Amén.
La muerte y la pasión de nuestro Señor es el motivo más
dulce y más violento que puede animar nuestros corazones en esta vida mortal.
Mira a Jesús, nuestro sumo sacerdote; míralo desde el instante mismo de su
concepción. Considera que nos llevaba sobre sus espaldas, aceptando la carga de
rescatarnos por su muerte, y muerte de cruz. ¡Ah, Teótimo, Teótimo! El alma del
Salvador nos conocía a todos por nuestros nombres, pero sobre todo en el día de
su Pasión, cuando ofreció sus lágrimas, sus oraciones, su sangre y su vida por
nosotros, tenía para ti en particular estos pensamientos de amor: "Padre
Eterno, tomo sobre mí y cargo con todos los pecados del pobre Teótimo, para
sufrir tormentos y muerte, a fin de que él se vea libre de ellos y no perezca,
sino que viva. Muera yo con tal de que él viva; sea yo crucificado con tal de
que él sea glorificado".
El Calvario es, Teótimo, el monte de los amantes. El amor
que no se origina en la pasión de Jesús es frívolo y peligroso. Desgraciada es
la muerte sin el amor de Jesús.
Amor y muerte se hallan de tal modo unidos en la pasión de
Jesús que no pueden estar en el corazón el uno sin el otro. En el Calvario no
se alcanza la vida sin el amor, ni el amor sin la muerte de Jesús; fuera de
allí todo es muerte eterna o amor eterno. Ven, Espíritu Santo, e inflama
nuestros corazones con tu amor. Morir a cualquier amor paravivir en el amor a
Jesús y para no morir eternamente (Francisco de Sales, Tratado del amor de
Dios, XII, 13).
Lecturas del día:
Vídeo:
No hay comentarios:
Publicar un comentario