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viernes, 27 de marzo de 2015

DOMINGO DE RAMOS

"Lo mismo que muchos se horrorizaban al verlo, así asombrará a muchos pueblos" (Is 52,14s)

Theophanes de Creta. Entrada de Jesús en Jerusalén. S. XVI

La liturgia de hoy abre las celebraciones pascuales. Nos encontramos entre la muchedumbre que acude festiva a la entrada de Jesús en la ciudad santa y se nos invita a continuación a escuchar la dolorosa pasión que en Marcos da la definitiva respuesta a la pregunta que atraviesa todo el Evangelio: ¿quién es Jesús?. Y también nosotros debemos ahora pronunciarnos a su favor con verdad y franqueza para no pasar -como hizo la muchedumbre- del hosanna al crucifige. Debemos preguntarnos si de verdad también nosotros estamos dispuestos a afrontar con el Maestro y nuestro Señor el camino del amor. Es una senda que se manifiesta, en su aparente debilidad e inutilidad, en un abandono incondicionado a la voluntad del Padre. Si los discípulos de entonces, que habían palpado el Verbo de la vida, que habían hundido en  sus ojos la mirada, no lo han comprendido, sino que abandonaron y traicionaron a Jesús, ¿cómo podremos nosotros presumir de ser fieles, engatusados como estamos por mil sirenas que nos ofrecen una felicidad efímera?
          ¿Osaremos tener la mirada fija en Jesús, por lo menos en estos días santos, para no dar una mano al que trata de asfixiar al amor? Sólo a los pies de la cruz podrá renacer en nosotros una fe más madura en Jesús verdadero hombre y verdadero Dios, un Dios tan enamorado de su criatura que acepta morir por amor. Nuestra vida necesita esta fe para crear la novedad de gestos que sólo el amor humilde sabe inventar, y para transfigurar la trivialidad cotidiana en una maravillosa epifanía del Reino de Dios que está en medio de nosotros.







          Concédenos, Señor, la gracia de vivir este tiempo en un profundo recogimiento interior.
Que hasta en los compromisos diarios de nuestro trabajo permanezca viva en nosotros la 
memoria de tu santísima pasión.
          Dispón tú mismo nuestro corazón para que acoja cualquier experiencia dolorosa, nuestra
o de nuestros seres queridos, como una ocasión privilegiada de unirnos a ti, que has querido salvarnos a precio de tu sangre.
          Sólo cuando aceptemos cargar con el dolor de otros, como tú has asumido el nuestro, podremos celebrar de verdad tu pascua y convertirnos en signos de esperanza para tantos hermanos nuestros que esperan nuestra ayuda, nuestro sostén y nuestro aliento.




          Hoy se nos invita a contemplar la belleza del Rey. Sólo contempla y mira con provecho para su propia alma al verdadero rey, que es Cristo, quien le somete la inteligencia y ama sinceramente, con afecto devoto, su bondad e inefable clemencia; y quien además le imita, asimilando su humildad y su voluntario envilecimiento.
          En este día, el Rey de reyes, Cristo, mostró su profunda humildad para que la imitásemos, cuando entró en Jerusalén sobre una borrica, no un caballo enjaezado. Mostró su benignidad cuando, aun siendo emperador y señor de los ejércitos celestes, se dignó ser rey y jefe de un grupo de frágiles vagabundos. De todo esto se habla en Zacarías: "¡Alégrate, hija de Sión; salta de júbilo, hija de Jerusalén!".
          Toda alma fiel, hija de Sión y de Jerusalén, es decir, de la madre Iglesia, debe en este día salir al encuentro de Cristo no sólo corporalmente, sino con los sentimientos interiores, con corazón rebosante de gozo y labios festivos, con ramos de olivo como signo de la íntima devoción, con ramos de palma simbolizando la victoria y el honor, porque nuestro rey, Jesucristo, con su humildad vence al soberbio enemigo, el diablo, librando a su pueblo en virtud de su sangre. Por esta razón él no viene hoy con fasto, sino como salvador humilde y pobre para anunciar la paz a los hombres, sacándolos del amor del mundo para atraerlos al amor y alabanza de Dios (san Buenaventura, Sermones dominicales, 20,6.9).

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