"Lo mismo que muchos se horrorizaban al verlo, así
asombrará a muchos pueblos" (Is 52,14s)
Theophanes de Creta. Entrada de Jesús en Jerusalén. S. XVI |
La liturgia de hoy abre las celebraciones pascuales. Nos
encontramos entre la muchedumbre que acude festiva a la entrada de Jesús en la
ciudad santa y se nos invita a continuación a escuchar la dolorosa pasión que
en Marcos da la definitiva respuesta a la pregunta que atraviesa todo el
Evangelio: ¿quién es Jesús?. Y también nosotros debemos ahora pronunciarnos a
su favor con verdad y franqueza para no pasar -como hizo la muchedumbre- del
hosanna al crucifige. Debemos preguntarnos si de verdad también nosotros
estamos dispuestos a afrontar con el Maestro y nuestro Señor el camino del
amor. Es una senda que se manifiesta, en su aparente debilidad e inutilidad, en
un abandono incondicionado a la voluntad del Padre. Si los discípulos de
entonces, que habían palpado el Verbo de la vida, que habían hundido en
sus ojos la mirada, no lo han comprendido, sino que abandonaron y traicionaron
a Jesús, ¿cómo podremos nosotros presumir de ser fieles, engatusados como
estamos por mil sirenas que nos ofrecen una felicidad efímera?
¿Osaremos tener la mirada fija en Jesús, por lo menos en estos días santos,
para no dar una mano al que trata de asfixiar al amor? Sólo a los pies de la
cruz podrá renacer en nosotros una fe más madura en Jesús verdadero hombre y
verdadero Dios, un Dios tan enamorado de su criatura que acepta morir por amor.
Nuestra vida necesita esta fe para crear la novedad de gestos que sólo el amor
humilde sabe inventar, y para transfigurar la trivialidad cotidiana en una
maravillosa epifanía del Reino de Dios que está en medio de nosotros.
Concédenos, Señor, la gracia de vivir este tiempo en un profundo recogimiento
interior.
Que hasta en los compromisos diarios de nuestro trabajo permanezca
viva en nosotros la
memoria de tu santísima pasión.
Dispón tú mismo nuestro corazón para que acoja cualquier experiencia dolorosa,
nuestra
o de nuestros seres queridos, como una ocasión privilegiada de unirnos
a ti, que has querido salvarnos a precio de tu sangre.
Sólo
cuando aceptemos cargar con el dolor de otros, como tú has asumido el nuestro,
podremos celebrar de verdad tu pascua y convertirnos en signos de esperanza
para tantos hermanos nuestros que esperan nuestra ayuda, nuestro sostén y
nuestro aliento.
Hoy
se nos invita a contemplar la belleza del Rey. Sólo contempla y mira con
provecho para su propia alma al verdadero rey, que es Cristo, quien le somete
la inteligencia y ama sinceramente, con afecto devoto, su bondad e inefable
clemencia; y quien además le imita, asimilando su humildad y su voluntario
envilecimiento.
En
este día, el Rey de reyes, Cristo, mostró su profunda humildad para que la
imitásemos, cuando entró en Jerusalén sobre una borrica, no un caballo
enjaezado. Mostró su benignidad cuando, aun siendo emperador y señor de los
ejércitos celestes, se dignó ser rey y jefe de un grupo de frágiles vagabundos.
De todo esto se habla en Zacarías: "¡Alégrate, hija de Sión; salta de
júbilo, hija de Jerusalén!".
Toda
alma fiel, hija de Sión y de Jerusalén, es decir, de la madre Iglesia, debe en
este día salir al encuentro de Cristo no sólo corporalmente, sino con los
sentimientos interiores, con corazón rebosante de gozo y labios festivos, con
ramos de olivo como signo de la íntima devoción, con ramos de palma
simbolizando la victoria y el honor, porque nuestro rey, Jesucristo, con su
humildad vence al soberbio enemigo, el diablo, librando a su pueblo en virtud
de su sangre. Por esta razón él no viene hoy con fasto, sino como salvador humilde
y pobre para anunciar la paz a los hombres, sacándolos del amor del mundo para
atraerlos al amor y alabanza de Dios (san Buenaventura, Sermones dominicales,
20,6.9).
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