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jueves, 12 de marzo de 2015

CUARTO DOMINGO DE CUARESMA

"El Hijo de Dios me amó y se entregó por mí"  (Gal 2,20)

Icono de la crucifixión. A. Rublev (S. XV)

La Palabra nos invita ante todo a reflexionar sobre la vida humana como viaje de regreso a la casa del Padre, viaje no individual, sino como pueblo, como humanidad: no podemos quedarnos indiferentes con la suerte de nuestros hermanos. La Iglesia -cada cristiano- siente que debe vivir cada vez más en Cristo para poder dar vida a quien yace "en las tinieblas y sombra de muerte".
Teniendo la mirada fija en él, la comunidad cristiana puede alimentar la lámpara de la esperanza. Pues Cristo, sacerdote y víctima, es el documento con el que el Padre celestial nos declara su amor infinito, nos revela su designio de salvación y nos invita a acoger su don. Deseamos la vida, pero estamos rodeados por la realidad de muerte. Para que crezca la vida, es preciso insertarnos en la fuente de la vida que es Cristo, es necesario hacer de la vida presente un don.
El tiempo con Jesús, vivido minuto a minuto, adquiere un significado nuevo. Él se presenta como elevado en la cruz, pero también como glorificado en el sufrimiento.
En él se nos brinda la visión concreta y desconcertante del amor de Dios. Si tenemos los ojos fijos en el Crucificado, poco a poco, como fuente viva, brotará en nosotros el testimonio del Espíritu: Cristo "me amó y se entregó por mí" (Gal 2,20). Y esta fuente no dejará nunca de borbotear su canto de amor en el que confluyen lágrimas de arrepentimiento y lágrimas de alegría. Por pura gracia estamos salvados mediante la fe, por gracia, por gracia...





Jesús, sacerdote eterno, que sabes compadecerte de nuestras enfermedades, que has sido probado en todo, tenemos los ojos puestos en ti: somos tuyos, acógenos. Déjanos oír hoy tu voz, tu Palabra, para que no se endurezcan nuestros corazones. Haz que también nosotros nos dejemos herir por el amor y el dolor para adherirnos con fe a la santísima voluntad del Padre.
Tú has sido fiel hasta la cruz para abrirnos el camino del santuario del cielo, donde habrá plena paz. Haznos sentir hoy, cada vez con más intensidad, la urgencia de llegar a ser santos, totalmente dados a los demás para ayudarles, confortarles, ser para ellos fieles compañeros de camino. No es mérito nuestro el haberte encontrado y conocido: es don de tu gracia, que siempre nos renueva y nos sorprende; que todos los hombres puedan leer en nuestro rostro el gozo de pertenecerte, el anhelo de anunciarte, el deseo de vivir para siempre en la Jerusalén celestial, en el seno de la Santísima Trinidad.
  



Jesús vino ciertamente para padecer, pero su ideal no es la cruz, sino la obediencia, ese modo de vivir la relación con su Padre, testimoniarlo hasta el fondo, sin echarse atrás ante la dificultad ni ante el interrogante más dramático de su vida. El ideal de Jesús es único: la obediencia, una obediencia que no acaba en la muerte, porque quien muere de ese modo sólo puede concluir en la resurrección. La obediencia tiene como contenido el don de sí mismo por nosotros, la donación de Jesús a nosotros. El ideal de Jesús no es el dolor.
¿La cruz de Jesús es una palabra dirigida al dolor humano que, queriendo realizar el ideal del bien, de la justicia, de la virtud, encuentra y padece contradicción? ¿O es también una palabra para el dolor humano en todas sus facetas, para el dolor que nos viene sin buscarlo, sin quererlo, el dolor repentino, el dolor que parece llegar de modo absurdo? La respuesta es única: la cruz del Señor es una palabra para todo el dolor humano. El cristiano no dice: padecemos el dolor, Jesús también lo padeció. Ha aprendido, más bien, a razonar de otro modo. Ha aprendido que la cruz de Jesús es precisamente su dolor, el nombre que se debe dar también al dolor humano. El cristiano mira al crucifijo, ve el dolor de Jesús y dice: este dolor es una palabra para el dolor del hombre, que no puede tener otro nombre que el nombre de la cruz. Si redujésemos la cruz de Jesús a un caso particular de dolor del mundo, no cambiaría nada. Dar un nombre significa la posibilidad de encontrar un sentido. Vivir tiene significado si lleva consigo dolor. La resurrección de Cristo me lo recuerda en cuanto es el éxito de un padecer y morir que no ha puesto en tela de juicio el sentido de la vida.
Esta es la pretensión del cristiano frente al dolor, que él llama cruz: la pretensión de que esta realidad, tan difícil y misteriosa, tenga una posibilidad de sentido (G. Moioli, La parola della croce, Viboldone 1987, 51-54, passim).


Lecturas del día: 





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