"El Hijo de Dios me amó y se entregó por
mí" (Gal 2,20)
Icono de la crucifixión. A. Rublev (S. XV) |
La Palabra nos invita ante todo a reflexionar sobre la vida
humana como viaje de regreso a la casa del Padre, viaje no individual, sino
como pueblo, como humanidad: no podemos quedarnos indiferentes con la suerte de
nuestros hermanos. La Iglesia -cada cristiano- siente que debe vivir cada vez
más en Cristo para poder dar vida a quien yace "en las tinieblas y
sombra de muerte".
Teniendo la mirada fija en él, la comunidad cristiana puede
alimentar la lámpara de la esperanza. Pues Cristo, sacerdote y víctima, es el
documento con el que el Padre celestial nos declara su amor infinito, nos
revela su designio de salvación y nos invita a acoger su don. Deseamos la vida,
pero estamos rodeados por la realidad de muerte. Para que crezca la vida, es
preciso insertarnos en la fuente de la vida que es Cristo, es necesario hacer
de la vida presente un don.
El tiempo con Jesús, vivido minuto a minuto, adquiere un
significado nuevo. Él se presenta como elevado en la cruz, pero también como
glorificado en el sufrimiento.
En él se nos brinda la visión concreta y desconcertante del
amor de Dios. Si tenemos los ojos fijos en el Crucificado, poco a poco, como
fuente viva, brotará en nosotros el testimonio del Espíritu: Cristo "me
amó y se entregó por mí" (Gal 2,20). Y esta fuente no dejará nunca de
borbotear su canto de amor en el que confluyen lágrimas de arrepentimiento y
lágrimas de alegría. Por pura gracia estamos salvados mediante la fe, por
gracia, por gracia...
Jesús, sacerdote eterno, que sabes compadecerte de nuestras
enfermedades, que has sido probado en todo, tenemos los ojos puestos en ti:
somos tuyos, acógenos. Déjanos oír hoy tu voz, tu Palabra, para que no se
endurezcan nuestros corazones. Haz que también nosotros nos dejemos herir por
el amor y el dolor para adherirnos con fe a la santísima voluntad del Padre.
Tú has sido fiel hasta la cruz para abrirnos el camino del
santuario del cielo, donde habrá plena paz. Haznos sentir hoy, cada vez con más
intensidad, la urgencia de llegar a ser santos, totalmente dados a los demás
para ayudarles, confortarles, ser para ellos fieles compañeros de camino. No es
mérito nuestro el haberte encontrado y conocido: es don de tu gracia, que
siempre nos renueva y nos sorprende; que todos los hombres puedan leer en
nuestro rostro el gozo de pertenecerte, el anhelo de anunciarte, el deseo de
vivir para siempre en la Jerusalén celestial, en el seno de la Santísima
Trinidad.
Jesús vino ciertamente para padecer, pero su ideal no es la
cruz, sino la obediencia, ese modo de vivir la relación con su Padre,
testimoniarlo hasta el fondo, sin echarse atrás ante la dificultad ni ante el
interrogante más dramático de su vida. El ideal de Jesús es único: la
obediencia, una obediencia que no acaba en la muerte, porque quien muere de ese
modo sólo puede concluir en la resurrección. La obediencia tiene como contenido
el don de sí mismo por nosotros, la donación de Jesús a nosotros. El ideal de
Jesús no es el dolor.
¿La cruz de Jesús es una palabra dirigida al dolor humano
que, queriendo realizar el ideal del bien, de la justicia, de la virtud,
encuentra y padece contradicción? ¿O es también una palabra para el dolor
humano en todas sus facetas, para el dolor que nos viene sin buscarlo, sin
quererlo, el dolor repentino, el dolor que parece llegar de modo absurdo? La
respuesta es única: la cruz del Señor es una palabra para todo el
dolor humano. El cristiano no dice: padecemos el dolor, Jesús también lo
padeció. Ha aprendido, más bien, a razonar de otro modo. Ha aprendido que la
cruz de Jesús es precisamente su dolor, el nombre que se debe dar también al
dolor humano. El cristiano mira al crucifijo, ve el dolor de Jesús y dice: este
dolor es una palabra para el dolor del hombre, que no puede tener otro nombre
que el nombre de la cruz. Si redujésemos la cruz de Jesús a un caso particular
de dolor del mundo, no cambiaría nada. Dar un nombre significa la posibilidad
de encontrar un sentido. Vivir tiene significado si lleva consigo dolor. La
resurrección de Cristo me lo recuerda en cuanto es el éxito de un padecer y
morir que no ha puesto en tela de juicio el sentido de la vida.
Esta es la pretensión del cristiano frente al dolor, que él
llama cruz: la pretensión de que esta realidad, tan difícil y misteriosa, tenga
una posibilidad de sentido (G. Moioli, La parola della croce, Viboldone
1987, 51-54, passim).
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