¡Retrocedamos hasta el origen, al instante inicial! Algo va
a nacer, se mueve, avanza… ¡aquí está! El nuevo ser migra hacia el exterior de
su habitáculo vital. Sale, y un escalofrío recorre su piel; anhela volver pero
no hay camino de retorno a la etapa anterior. Acaba de dar el primer paso en el
recorrido de una nueva vida en territorio extraño.
¡Avancemos ahora, avancemos pausadamente hacia el final! Es
el instante del A-Dios.
Migrar es analogía de vientres; del amor del “principio”
(Gen 1,1) al útero maternal finito; del vientre de tierra al cobijo
permanente del regazo infinito.
Nacer es migrar a otra tierra, como también lo es morir.
¿Para qué tantos afanes y estupideces, tanta violencia en el permanente
movimiento migratorio de una humanidad que siempre ha estado en marcha y que, a
pesar de cualquier resistencia, así seguirá en busca de mejores condiciones de
vida?
Migró el pueblo de Israel desde la esclavitud de Egipto
hacia la tierra prometida. Migración larga y penosa que los llevó a extrañar el
tiempo donde “se sentaban frente a las ollas de carne y comían pan hasta
saciarse” (Ex 16,3). ¡Cuántas veces nos pesa tanto la libertad que
preferimos una cierta dosis de esclavitud con tal de sentir seguridad!
El éxodo al desierto, paso de la esclavitud a la libertad,
acontece una y otra vez en nuestras vidas. Este paso implica siempre un riesgo
y muchas veces cuando estamos en el camino añoramos las seguridades perdidas.
Vivir a la intemperie conlleva sus riesgos, pero permite ver las estrellas.
“A orillas de los ríos de Babilonia estábamos
sentados y llorábamos, acordándonos de Sión…”, este lamento que da inicio
al Salmo 137, es un grito milenario de dolor al desarraigo, grito que se hace
eco en la actualidad.
Cuando se migra se abandona la residencia habitual, se
camina, se avanza, se cruzan fronteras de diferentes dimensiones: geográficas,
culturales, económicas, religiosas, existenciales… Cruzando
fronteras se muere de algún modo.
Cada vez más personas en todos los continentes lo viven en
carne propia. Cada vez son más las personas expulsadas de sus países por el
hambre, la falta de trabajo, la violencia, la guerra y la inseguridad.
Cruzan mares, montañas y desiertos para golpear la puerta de los países
desarrollados donde se enfrentan al rostro cruel de la falta de solidaridad; al
sentimiento permanente de ser inadecuados, de no pertenecer a nada ni a
nadie. Se anuda la garganta, se entristece el corazón, evocando los
atardeceres alumbrados de luciérnagas en los arroyos de nuestros pueblos… “Nos
sentamos y lloramos, acordándonos…” de la tierra que quedó atrás.
El fenómeno de la migración nos pone delante de desafíos
tanto a los migrantes como a quienes los reciben. En un mundo globalizado este
desafío se ha convertido en algo para tomar muy en serio si queremos vivir en
paz. Saltar barreras culturales, raciales y religiosas puede no ser fácil, pero
es la única manera de convivir. Y no hablamos aquí sólo de tolerancia, sino de
aceptación. El desafío es ver al migrante que vive y trabaja en mi comunidad
como un ciudadano de derecho pleno y luchar junto a ellos para que estos
derechos se respeten.
“Soy migrante. Salí de un país empobrecido que está muriendo
en los brazos de una sociedad enferma. Decidí migrar una noche mientras hablaba
con Dios, pidiéndole señales que me indicaran el camino que debía tomar después
del asesinato de mi padre. Sentía que tenía que luchar por conservar mi vida.
Esa noche, una fuerza más allá de mis propias fuerzas, movió mis manos y mis
pies. Me lleno de esperanza el corazón; me atreví a cruzar un desierto que
guarda miles de cadáveres en su vientre arenoso. La fuerza de Dios es
descomunal; brota desde las entrañas y llena al espíritu de iniciativas, de
certezas. Pero también es misteriosa, nos llena de fragilidad, desencaja el
rostro de dolor y agota las lágrimas cuando mueren en el camino los compañeros
migrantes y se siente su propia muerte. Cuando crucé la frontera Dios la cruzó
conmigo, pero también se quedó con los que murieron”.
“¿Cómo se sobrevive con el alma dividida por fronteras?
¿Cómo se sobrevive sin poder mirar todos los días a tus hijos?… ¿Por qué no se
puede vivir cuando tus hijos lloran de hambre? ¿Cómo se vive en un país donde
nunca se puede encontrar empleo? ¿Cómo, demonios, se sobrevive en países donde
el secuestro, la corrupción, los asesinatos, las violaciones a los derechos
humanos son el pan nuestro de cada día? ¿Cómo…?
Algún día las fronteras caerán en señal de bienvenida
universal pero aún falta mucho para eso, la evolución humana ha de abrirse a
otra forma de entender y acoger. Falta sobre todo que nos abramos a una forma
más humana de mirar al otro que nos lleve, no solamente a recibirlo, sino a
acogerlo como uno más de la familia. La familia humana.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos (Art. 2)
confirma que estos Derechos se aplican a todas las personas, “sin distinción de
ningún tipo, tales como raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política u
otra, origen social o nacional, propiedad, nacimiento y otro status”.
“La migración es un derecho. Los que persiguen,
acorralan o provocan la muerte de los inmigrantes, lo están haciendo con Dios.
Desde nuestras circunstancias nos descubrimos hijas e hijos de Dios. Somos “el
prójimo”; no somos ni amenaza ni competencia. Por instinto natural buscamos la
justicia y la paz. Un impulso nos mueve a hacer efectiva nuestra misión
profética: darle sentido al Evangelio buscando caminos justos, dignos,
compasivos, solidarios…”
Pero la hipocresía campea a sus anchas mirando hacia otro lado
y manipulando a través de los medios de comunicación. Los países que se ufanan
de ser paladines de los derechos democráticos y de haber llegado a logros
legislativos como la Declaración Universal de Derechos Humanos, o la creación
de la ONU y otros organismos cuya razón de ser es que el ser humano sea
respetado por su propia dignidad innegociable… mientras, se construyen barreras
económicas, vallas metálicas, se esquilman recursos humanos de países
empobrecidos y se provocan guerras que exilian de sus propias vidas a miles de
personas.
Desde la vieja Europa, los países que tienen sus costas
bañadas por el bello Mar Mediterráneo, asisten al espectáculo lamentable y
doloroso de verlo convertido en cementerio acuático: miles de personas vienen
de Siria, Libia, de los países de África subsahariana y tantos otros; huyen de
guerras, de la desestabilización de sus países, de la falta de trabajo, de la
corrupción política que mina el desarrollo. Mientras la Unión Europea va
poniendo parches sin llegar al meollo de la injusticia que causa todo esto.
Habrá que sentarse desde una plataforma mundial, sin vetos,
para ahondar en las causas de la injusticia que provoca los movimientos
migratorios y la pérdida de derechos como seres humanos de tantos hermanos en
movimiento.
Tras haber visto, al principio, lo que se trasluce en
Génesis, Éxodo y Salmo 137, movimientos migratorios de un pueblo de
camino, una humanidad que quiere echar raíces pero una y otra vez vuelve a
ponerse en marcha: con dolor, por amor, a causa de la violencia, siempre
buscando y sin acabar de encontrar; finalizaremos con otro movimiento
migratorio, ya que “en el principio existía la Palabra y la Palabra estaba
junto a Dios, y la Palabra era Dios (…) Y la Palabra se hizo carne y habitó
entre nosotros” (Prólogo Jn 1.1, 1.2, 1.14)
He aquí el mayor movimiento migratorio: Dios se hace carne
adentrándose en la historia de la humanidad para indicarnos el Camino, la
Verdad y la Vida verdadera.
De Eclesalia.net
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