"Mi cuerpo es verdadera comida y mi sangre es verdadera
bebida" (cf. Jn 6,55)
«Tomad y comed; esto es mi cuerpo... Tomad y bebed; ésta es
mi sangre... Mi cuerpo es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida...»
Estas palabras de Jesús sintetizan todo el misterio eucarístico. También Pablo
dirá: «Prestad atención antes de acercaros a este alimento y a esta bebida: que
no os ocurra la desgracia de comer y beber sin alimentaros y sin calmar vuestra
sed». También la Iglesia nos recomienda precisamente esta toma de conciencia
cuando nos dice «saber-pensar a quién se va a recibir». En realidad, si lo
pensamos bien, el alimento es tal en la medida en que «se
pierde-desaparece-muere para convertirse-llegar-a-ser» carne de nuestra carne y
sangre de nuestra sangre. Para expresarlo con la imagen evangélica: si el grano
de trigo se niega a morir enterrado, se vuelve imposible la espiga. Con la
participación en el Pan eucarístico, el hombre viejo debe morir-dejarse
asimilar por el Hombre nuevo, o el-alimento- ya-no-es-tal. La eucaristía es una
«angostura» tremenda que no perdona. Jesús dirá: «Quien se alimenta de mí debe
vivir-de-mí, por-mí». Tal vez sean éstas las palabras más graves, las palabras
que implican mayor responsabilidad para quienes participan activamente en la
eucaristía. Es la madre que vive-de/para-los-hijos, de/para-el-esposo porque
está toda unificada-gravitada-concentrada.
De este modo, los pensamientos-puntos de vista-centros de
interés-mentalidad de quienes participan (= tomar parte) en la eucaristía
«deben» convertirse en los de Cristo: para que podamos llamarnos «cristianos».
Jesús, me dices que tu cuerpo «es verdadero alimento» y tu
sangre «verdadera bebida»: cómo quisiera que estas palabras fueran
verdaderamente creativas, es decir, que produjeran lo que significan. Cómo
quisiera llegar a ser una humanidad añadida a la tuya: dejarme asimilar por ti
de manera que pudiera decir con Pablo: «Ya no soy yo quien vivo, sino que es
Cristo el que vive en mí». Ya no soy yo quien piensa-habla-actúa, sino que eres
tú el que piensas-hablas-actúas en mí y conmigo. Comprendo bien que tú eres «el
Verbo de la vida» y que, por eso, sólo en la medida en que me adhiera a ti será
verdadera mi vida, porque estará llena de ti. Tú me dices: «Si alguien se
alimenta de mí, yo estoy en él y él en mí»: cómo quisiera
trabajar-pensar-hablar permaneciendo en ti. Tú me dices: «Sin mí no podéis hacer
nada»: cómo quisiera no hacer verdaderamente «nada» sin estar
inspirado-mandado- informado por ti.
Si todo en mí fuera «cristomandado», mi voz, con tanta
frecuencia alterada y nerviosa, iría asumiendo poco a poco el timbre dulce y
suave, dócil y apacible de la tuya, de la voz del buen pastor.
Los evangelios nos recuerdan que de la humanidad de Jesús
salía una «virtud mágica» que curaba a todos: dicen que los enfermos se le
echaban encima para «tocar » al menos el borde de su manto; dicen que la mujer
enferma estaba segura de que, si conseguía «tocar su ropa», se curaría; y Jesús
dijo: «¿Quién me ha tocado? He notado que salía de mí una virtud». Quien
comulga debe tener las mismas disposiciones que la mujer del evangelio. Aquella
virtud curadora no ha cesado de irradiar, no ha cesado de curar, de hacer
milagros: todavía está en activo, sólo que se exige aquella fe y aquel amor. La
carne de Cristo -enseñan los maestros de la vida cristiana- es «verbizante», es
«vivificadora», sigue ejerciendo todavía cierto influjo «cristificante» que
cura todo, destruye todo, purifica todo, santifica todo, cristifica todo,
edifica todo. La eucaristía es calmante, reconstituyente, relajante: hace bien
no sólo al alma, sino también al cuerpo. Es una doctrina común afirmada
por todos los grandes de la educación cristiana.
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