«Tú
cambiaste mi luto en danzas» (Sal 30,12)
Las tres lecturas de hoy presentan como en un díptico la
doble actitud del hombre frente a la revelación de Dios, una revelación que
tiene que ver con la Vida, con la Vida que no pasa, plenitud de la comunión con
él. El retrato de los necios/impíos hecho por los dos primeros capítulos del
libro de la Sabiduría goza de una actualidad impresionante. En sus palabras se
refleja plenamente la convicción de los que consideran la vida del hombre como
algo absurdo, como algo que carece de todo sentido: «El hombre aparece echado
en medio de la existencia como un par de dados. Todo en la vida parece obra de
la casualidad: he sido elegido por casualidad, debo comportarme al azar,
desapareceré al azar...» (G. Prezzolini). La vida no es otra cosa que un camino
hacia la muerte, la única meta cierta de nuestro humano andar.
Las posibilidades frente al anuncio de que aquí no hay
muerte, sino sólo un sueño que espera la resurrección, parecen ser también sólo
dos en el Evangelio, y se manifiestan como dos movimientos opuestos (uno en
dirección a la casa, para salvar; el otro es el de los que ¡Dientan bloquear la
venida de Jesús): está la decisión del que tiene fe en la Palabra del Señor y
es admitido a contemplar el milagro de la vida, y está el juicio del que
considera esta Palabra como algo absurdo, quedándose a su vez prisionero de la
muerte, de esa muerte para la que no hay resurrección.
En la carta de Pablo, el apóstol proyecta una luz nueva
sobre el tema de la plena participación en la vida de Dios: el amor compartido
en la solidaridad concreta es lo que nos permite participar en el don de la
resurrección.
Oh Padre, reconocemos que tú has creado todo para la vida:
has puesto en nosotros el germen divino de tu creación fecunda. A nosotros, los
esposos, nos has concedido experimentarlo en el engendramiento de los hijos; a
quienes se consagran a tu amor les has entregado la bendición para los pobres
de la tierra; a los sacerdotes, el poder del cuerpo roto y de la sangre
derramada de tu Hijo. Te pedimos hoy, Señor, que nos hagas una sola cosa en el
amor, para que podamos alimentar en la mesa de la eucaristía todo lo que somos:
nuestra mente, con el recuerdo de tu vida entregada en la cruz; nuestro
corazón, dilatado por tu amor por cada hombre; nuestro cuerpo, consumido por la
impaciencia de la caridad activa. Y, transformados de este modo, día tras día,
a la medida de tu Hijo sacrificado, podremos saborear la bondad infinita de la
vida.
«¿Qué acuerdo puede haber entre Cristo y Beliar? ¿Qué
relación entre el creyente y el incrédulo?» (2 Cor 6,15). Los mismos paganos,
que tampoco creen en la resurrección, acaban por encontrar argumentos de
consolación y dicen: «Soporta con coraje; no es posible eliminar cuanto ha
sucedido, y con las lágrimas no ganas nada». Y tú, que escuchas palabras tanto
más sublimes y consoladoras que éstas, ¿no te avergüenzas de comportarte de un
modo más inconveniente que los paganos?
Nosotros no te exhortamos a soportar la muerte con firmeza,
dado que ésta es inevitable e irremediable; al contrario, te decimos: «Ánimo,
es absolutamente cierto que existe la resurrección: la niña duerme, no está
muerta; reposa, no está perdida para siempre». Están dispuestas, efectivamente,
para acogerla la resurrección, la vida eterna, la inmortalidad y la heredad
misma de los ángeles. ¿No oyes el salmo que dice: «Alma mía, recobra la calma,
que el Señor te ha agraciado » (Sal 116,7)? Llama Dios «gracia» a la muerte ¿y
te lamentas? (Juan Crisóstomo, Comentario al evangelio de Mateo, 31,2).
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