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viernes, 19 de junio de 2015

12 DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

«Salva a tu pueblo, bendice a tu heredad, apaciéntalos y guíalos por siempre»  (Sal 27,9)




Dios no es el «tapagujeros» de nuestras necesidades, no es alguien que podamos utilizar para colmar nuestras insuficiencias. Es propio de una religiosidad primitiva e «infantil» pretender plegar a Dios a nuestras necesidades del momento. Es propio de la religiosidad «madura» «dejar que Dios sea Dios» (K. Barth).
Ciertamente, Dios es el señor de la naturaleza, en el sentido de que, para el creyente, Dios es el principio del que todo toma su origen, en el que todo vive y al que todo tiende. Dios es la fuente de sentido para todo lo que es. El poder del hombre sobre la naturaleza ha aumentado mucho en nuestros días: hoy conocemos muchas de sus «leyes», sabemos transformarla, aunque en parte aún escapa a nuestro control. El Dios de la fe ha sido «liberado» de la imagen de un simple garante del «orden natural». Con todo, esto no es suficiente para «dejar que Dios sea Dios». El punto de partida de todo itinerario de fe auténtica es una experiencia de apertura a la Trascendencia.
¿Qué es lo que eso significa? En una visión dualista del mundo, que ha imaginado a Dios y al mundo, el cielo y la tierra, como realidades opuestas en términos espaciales, Dios ha sido pensado sólo como «exterior» al mundo, ha sido colocado fuera y lejos de él. Una de las consecuencias de esta imagen de Dios ha sido impulsar al hombre a mostrarse con mayor frecuencia pasivo, o bien le ha impulsado a experimentar «miedo» frente a Dios y frente a los fenómenos de la naturaleza o incluso a pretender someterlo a sus propios deseos (magia).
Ahora bien, el misterio de la encarnación, según el cual el hombre Jesús de Nazaret se ha mostrado como el rostro visible del Dios invisible, ha abierto una perspectiva diferente: la trascendencia de Dios es algo cualitativamente «diferente» en el interior de nuestra cotidianidad mundana. No se trata de un «fuera» espacial, sino de la experiencia de la proximidad de Dios y, por consiguiente, de la posibilidad de la aparición de «algo nuevo» en la historia misma.
La experiencia de la resurrección de Jesús es la revelación de esta trascendencia: una experiencia que compromete también al hombre a construir un orden diferente de relaciones, liberadas de todo tipo de miedo, en el interior del propio mundo.





Padre, fuente de la vida y fin último de toda criatura, manifiéstanos tu rostro de bondad y libéranos de nuestros miedos. Concédenos una fe sólida incluso en los momentos de tempestad, a fin de que seamos capaces de poner nuestra confianza no en los medios del poder humano, sino en ti, que estás presente junto a nosotros.
Haznos verdaderos discípulos de Jesucristo, que nos ha revelado tu rostro de padre, y haz que estemos atentos a los signos de su camino continuo en nuestra historia.
Haz que sepamos reconocerle en el amor y en el testimonio de muchos hermanos. Envíanos tu Espíritu, para que nos asista en la tarea de discernir tu proyecto sobre nosotros, nos ayude a cumplir tu voluntad, a fin de construir con confianza y paciencia ese mundo nuevo que tú nos dejas entrever en la resurrección de Jesús.



Estamos sometidos, pues, a las tempestades desencadenadas por el espíritu del mal, pero, como bravos marineros vigilantes, llamamos al piloto adormecido.
Ahora bien, también los pilotos se encuentran normalmente en peligro. ¿A qué piloto deberemos dirigirnos entonces? A aquel a quien no superan los vientos, sino que los manda, a aquel de quien está escrito: «Él se despertó, increpó al viento y a las olas». ¿Qué quiere decir que «se despertó»"? Quiere decir que descansaba, pero descansaba con su cuerpo, mientras que su espíritu estaba inmerso en el misterio de la divinidad. Pues bien, allí donde se encuentra la Sabiduría y la Palabra, no se hace nada sin la Palabra, no se hace nada sin la prudencia.
Has leído antes que Jesús había pasado la noche en oración: ¿de qué modo podía dormir ahora durante la tempestad? Este sueño revela la conciencia de su poder: todos tenían miedo, mientras que sólo él descansaba sin temor. No participa, por tanto, [únicamente] de nuestra naturaleza quien no está expuesto a los peligros. Aunque duerme su cuerpo, su divinidad vigila y actúa la fe.
Por eso dice: «¿Por qué habéis dudado, hombres de poca fe?». Se merecen el reproche, por haber tenido miedo aun estando junto a Cristo, siendo que nadie puede perecer si está unido a él. De este modo corrobora la fe y vuelve a hacer reinar la calma (Ambrosio, Comentario al evangelio de Lucas, VI, 40-43).


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