«Salva a tu pueblo, bendice a tu heredad, apaciéntalos y
guíalos por siempre» (Sal 27,9)
Dios no es el «tapagujeros» de nuestras necesidades, no es
alguien que podamos utilizar para colmar nuestras insuficiencias. Es propio de
una religiosidad primitiva e «infantil» pretender plegar a Dios a nuestras
necesidades del momento. Es propio de la religiosidad «madura» «dejar que Dios
sea Dios» (K. Barth).
Ciertamente, Dios es el señor de la naturaleza, en el
sentido de que, para el creyente, Dios es el principio del que todo toma su
origen, en el que todo vive y al que todo tiende. Dios es la fuente de sentido
para todo lo que es. El poder del hombre sobre la naturaleza ha aumentado mucho
en nuestros días: hoy conocemos muchas de sus «leyes», sabemos transformarla,
aunque en parte aún escapa a nuestro control. El Dios de la fe ha sido
«liberado» de la imagen de un simple garante del «orden natural». Con todo,
esto no es suficiente para «dejar que Dios sea Dios». El punto de partida de
todo itinerario de fe auténtica es una experiencia de apertura a la
Trascendencia.
¿Qué es lo que eso significa? En una visión dualista del
mundo, que ha imaginado a Dios y al mundo, el cielo y la tierra, como
realidades opuestas en términos espaciales, Dios ha sido pensado sólo como
«exterior» al mundo, ha sido colocado fuera y lejos de él. Una de las
consecuencias de esta imagen de Dios ha sido impulsar al hombre a mostrarse con
mayor frecuencia pasivo, o bien le ha impulsado a experimentar «miedo» frente a
Dios y frente a los fenómenos de la naturaleza o incluso a pretender someterlo
a sus propios deseos (magia).
Ahora bien, el misterio de la encarnación, según el cual el
hombre Jesús de Nazaret se ha mostrado como el rostro visible del Dios
invisible, ha abierto una perspectiva diferente: la trascendencia de Dios es
algo cualitativamente «diferente» en el interior de nuestra cotidianidad
mundana. No se trata de un «fuera» espacial, sino de la experiencia de la
proximidad de Dios y, por consiguiente, de la posibilidad de la aparición de
«algo nuevo» en la historia misma.
La experiencia de la resurrección de Jesús es la revelación
de esta trascendencia: una experiencia que compromete también al hombre a
construir un orden diferente de relaciones, liberadas de todo tipo de miedo, en
el interior del propio mundo.
Padre, fuente de la vida y fin último de toda criatura,
manifiéstanos tu rostro de bondad y libéranos de nuestros miedos. Concédenos
una fe sólida incluso en los momentos de tempestad, a fin de que seamos capaces
de poner nuestra confianza no en los medios del poder humano, sino en ti, que
estás presente junto a nosotros.
Haznos verdaderos discípulos de Jesucristo, que nos ha
revelado tu rostro de padre, y haz que estemos atentos a los signos de su
camino continuo en nuestra historia.
Haz que sepamos reconocerle en el amor y en el testimonio de
muchos hermanos. Envíanos tu Espíritu, para que nos asista en la tarea de discernir
tu proyecto sobre nosotros, nos ayude a cumplir tu voluntad, a fin de construir
con confianza y paciencia ese mundo nuevo que tú nos dejas entrever en la
resurrección de Jesús.
Estamos sometidos, pues, a las tempestades desencadenadas
por el espíritu del mal, pero, como bravos marineros vigilantes, llamamos al
piloto adormecido.
Ahora bien, también los pilotos se encuentran normalmente en
peligro. ¿A qué piloto deberemos dirigirnos entonces? A aquel a quien no
superan los vientos, sino que los manda, a aquel de quien está escrito: «Él se
despertó, increpó al viento y a las olas». ¿Qué quiere decir que «se
despertó»"? Quiere decir que descansaba, pero descansaba con su cuerpo,
mientras que su espíritu estaba inmerso en el misterio de la divinidad. Pues
bien, allí donde se encuentra la Sabiduría y la Palabra, no se hace nada sin la
Palabra, no se hace nada sin la prudencia.
Has leído antes que Jesús había pasado la noche en oración:
¿de qué modo podía dormir ahora durante la tempestad? Este sueño revela la
conciencia de su poder: todos tenían miedo, mientras que sólo él descansaba sin
temor. No participa, por tanto, [únicamente] de nuestra naturaleza quien no
está expuesto a los peligros. Aunque duerme su cuerpo, su divinidad vigila y actúa
la fe.
Por eso dice: «¿Por qué habéis dudado, hombres de poca fe?».
Se merecen el reproche, por haber tenido miedo aun estando junto a Cristo,
siendo que nadie puede perecer si está unido a él. De este modo corrobora la fe
y vuelve a hacer reinar la calma (Ambrosio, Comentario al evangelio de Lucas,
VI, 40-43).
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