"El Señor sana a los que tienen quebrantado el
corazón" (Sal 146,3a)
El primer episodio que nos cuenta el evangelio nos
muestra a Jesús entrando en una casa privada, en la casa de la suegra de Pedro.
En él podemos contemplar el Reino de Dios, que viene a nuestra humanidad para
reconfigurarla también allí donde entran en juego los afectos, las relaciones
de proximidad y las adhesiones profundas. El Reino es la venida a nosotros de
un Dios que quiere llevar a cabo un intercambio íntimo con cada uno,
estableciendo una relación de proximidad, de comunión. Los gestos realizados
por Jesús se caracterizan precisamente por este rasgo de la proximidad; así se
explica su visita a la suegra de Pedro, que está enferma; el hecho de escuchar
a quienes le hablan de ella, el cogerla por la mano y levantarla.
Se nota en él un
amor que se aproxima a nosotros en el momento del dolor, que nos coge por la
mano, infundiéndonos una renovada seguridad; se advierte sobre todo una
proximidad que reanima. Se realiza aquí, de modo sumo, esa caridad que la
Palabra de Dios nos pide que hagamos nuestra, proponiéndonos asimismo el
ejemplo de Pablo y sus demandas a los cristianos «maduros» de Corinto. Nuestra
verdadera madurez en la fe se muestra en la acogida del camino de la caridad, esa
caridad que Dios ha usado en Cristo con nosotros, respondiendo a nuestro grito
como a Job, porque nuestra vida es como un soplo (Job 7,7).
Con todo, el
rasgo de la proximidad no debe hacernos perder el sentido del misterio ni la
conciencia de que Dios, aunque se aproxima a nosotros, no puede ser manipulado
por nuestros deseos ni circunscrito a nuestros conocimientos y a nuestras
vivencias. Nos ilumina el ejemplo de Jesús, que «salió» hacia el desierto para
orar cuando aún era de noche. Jesús no sucumbe a la tentación del éxito y de la
notoriedad como nosotros, a riesgo de ser devorado por quien reclama una
«proximidad » que se convierte en pretensión de poseer a Dios y domesticarlo.
Jesús, por el contrario, «salió» para retirarse a orar; no se pone en el centro
a sí mismo, sino al Padre. Jesús realiza verdaderamente su propio «éxodo» desde
las expectativas de la gente, aceptando, en cambio, la difícil voluntad del
Padre. Nuestra plegaria debe ser, por eso, una búsqueda de la voluntad de Dios
a ejemplo y con la ayuda de Jesús.
Oh Señor, tu
Palabra me presenta hoy a ti como modelo y maestro de oración. Deseo aprender
de ti el arte de la oración y cómo configurar mis decisiones a la voluntad del
Padre. Mirándote a ti -que oras al Padre durante la noche y en la soledad-
también yo podré encontrar con la oración el valor necesario para ir «a otra
parte», para poner en el centro de mis preocupaciones las necesidades de mis
hermanos. Entonces podré hacer frente a los comprometedores «traslados» que la
voluntad divina me pide y dejarme llevar adelante por el camino, hasta
encontrarme allí donde no pensaba poder llegar.
En la oración
advierto vivamente tu proximidad: esa que hiciste sentir a la suegra de Pedro y
a los enfermos que curaste junto a las puertas de la ciudad. Te bendigo así por
todas las veces que -lleno de comprensión- te has dejado encontrar por mí y por
mis hermanos y hermanas, confortándonos en los momentos difíciles de nuestra
vida. Haz que, habiendo experimentado la dulce y poderosa proximidad de tu
amor, lleguemos a ser más fuertes y, a ejemplo de Cristo, también nosotros
aprendamos a compartir con los otros el misterio del dolor, iluminados por la
esperanza que nos salva.
Si os resulta
difícil interesaros por el prójimo, reflexionad sobre el hecho de que no podéis
alcanzar la bienaventuranza de ningún otro modo. Suponed que se declara un
incendio en una casa: algunos vecinos, preocupados sólo por sus cosas, no se
preocupan de alejar el peligro. Cierran la puerta y se quedan en sus casas,
temiendo que entre alguien y les robe. Pues bien, sufrirán un gran castigo. El
fuego crecerá y quemará todos sus bienes. Y ellos, por no haberse interesado
por el prójimo, perderán también lo que tienen.
Dios ha querido
unir entre sí a los hombres, y para ello ha imprimido en las cosas la ley de
que el beneficio del prójimo vaya ligado al de cada uno. Y, de este modo,
subsiste todo el mundo. Así sucede también en la nave si el capitán, al
estallar la tempestad, sacrifica el bien de muchos buscando sólo su propia
salvación: en seguida se ahogarán tanto los otros como él mismo. Así sucede en
todas las ocasiones: si se tiene en cuenta únicamente el propio interés, no
podrán sostenerse ni la vida ni el mismo arte (Juan Crisóstomo, Homilías sobre
la primera carta a los Corintios, 25,4).
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