"Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo
único" (Jn 3,16a)
A. Rublev. Icono de la transfiguración. Catedral de la Anunciación, Kremlin. Moscú. |
La liturgia de la Palabra de hoy propone a nuestra
contemplación la luz que irradia la persona de Jesús transfigurado: es un
desgarrarse el cielo, un rayo de luz eterna que llega al corazón para herirlo
con la nostalgia del rostro de Dios. Estamos llamados a participar no de una
visión desencarnada, falsamente mística, idílica. A través de todas las
lecturas podemos seguir un hilo de oro: el del don de sí mismo como
condición de la verdadera comunión con Dios.
El Padre, origen de toda paternidad, revela su corazón
haciéndonos revivir con Abrahán el sacrificio y la paz de la ofrenda suprema. A
cada uno de nosotros se nos puede pedir -más bien, se nos pide ciertamente- el
sacrificio del propio Isaac. Pero la Palabra nos deja entrever que éste es el
camino para participar de la misma realidad de Dios. El mismo Dios Padre no
perdonó a su propio Hijo, el predilecto, sino que lo entregó por nosotros.
Cristo no consideró "un tesoro codiciable el ser igual a Dios" (cf.
Flp 2,6), sino que nos amó y se entregó a si mismo por nosotros. ¿No
renunciaremos nosotros a todo, no nos negaremos a nosotros mismos para entrar
en comunión con él?
En la transfiguración, Jesús ofrece a los tres discípulos la
visión luminosa para mostrarles el final del oscuro túnel de la pasión, poco
antes anunciada. Ahí está la voz del Padre para confirmarlo: él es el Hijo
predilecto que cumplirá su designio; es el testimonio veraz cuando pide a sus
seguidores negarse a sí mismos y llevar la propia cruz detrás de él. Todo esto
debería quedar claro a los discípulos y a nosotros. Pero todavía tiene su
mezcla de oscuridad: la nube de luz de la Presencia de Dios nos envuelve
siempre en la sombra, y la revelación no elimina el misterio. Sin embargo,
queda algo indeleble en el corazón: Jesús es el Hijo que el Padre ha entregado
por nosotros; el compañero que nos abre el camino, el que nos enseña a escuchar
dando los pasos de una entrega sin reservas.
Oh Padre, ternura infinita, por nosotros no te has reservado
a tu único Hijo: tu corazón divino conoce el desgarro mayor, que es a la vez el
purísimo gozo de amar.
Concédeme, Padre, saber corresponder a tu don con el
abandono confiado a tus manos y ofreciéndote lo mejor que tenemos. Ayúdanos a
acoger humildemente esa muerte que se nos pide cada día y que es nuestra
entrega total: el sacrificio de nosotros mismos por la vida del mundo.
Plásmanos con la sabiduría del Espíritu a imagen de tu Hijo; hombres nuevos, en
él viviremos como hijos, con él nos ofrecemos por todos los hermanos: es la
única gloria que vale la pena, es el amor que transfigura la oscuridad del
tiempo presente en luz de eternidad.
Es imposible contemplar el Sumo Bien y no amarle; y no
amarlo en la misma medida cuanto es dado contemplarle, hasta que el amor
alcance alguna semejanza con aquel amor que llevó a Dios a hacerse hombre, en
la humildad de la condición humana, para hacer al hombre semejante a Dios en la
glorificación de la divina participación. Entonces es dulce para el hombre
hacerse humilde con la soberana Majestad, pobre con el Hijo de Dios, conforme a
la divina Sabiduría, teniendo en sí los mismos sentimientos de Cristo Jesús,
Señor nuestro. En él nuestro ser no muere, nuestro entendimiento no yerra,
nuestro amor no queda defraudado; cuanto más se le busca, más dulce se le
encuentra, y cuanto más dulce se le halla, con más diligencia se le busca.
Tal es la faz de Dios, que ninguno puede contemplar y vivir
en este mundo; es la belleza que suspira por gozar todo el que ama a su Señor y
Dios, con todo su corazón, con toda su alma, con todo su espíritu, con todas
sus fuerzas. Y si alguna vez es admitido a esta visión, percibe, sin sombra de
duda a la luz de la verdad, la gracia que le ha prevenido. El contemplativo
debe, pues, humillarse en todas las ocasiones y glorificar en sí mismo al
Señor, su Dios (Guillermo de Saint-Thierry, Carta de oro, nn. 268ss passim).
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