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jueves, 22 de enero de 2015

TERCER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

"Convertíos y creed en el Evangelio"  (Mc 1,15b)




        El Evangelio es la buena noticia de que el Padre nos ama locamente. ¿Qué hemos de hacer entonces? Dios no nos pide cosas grandes, hiperbólicas, sino, simplemente, cambiar de vida, volver a él. Convertirse no es sólo cesar de hacer el mal -como pedía Jonás a los ninivitas-, sino reconocer en nuestras dificultades al Dios cercano a nosotros, que nos ama aun cuando las cosas no vayan como nosotros quisiéramos.
        Así pues, para convertirse es preciso saber apreciar nuestro tiempo como el kairós que Dios nos da, como el «tiempo oportuno» que se ofrece a nuestro presente. Todo es provisional, aunque no el sentido profundo de la realidad que la fe nos presenta. Apropiarnos de la gran oportunidad de llegar a ser hijos de Dios es saber hacerse con la ocasión propicia, es creer en el Evangelio del Reino, evitando detenernos en cosas inútiles, transitorias, sin someternos a los «esquemas» mundanos que nos aprisionan.
        Jesús también viene hoy, misteriosamente, a buscarnos a nosotros, que nos encontramos con un horizonte de vida comparable al que tenían delante los primeros que fueron llamados, unos hombres encerrados en su trabajo de echar las redes y arreglarlas después. Así pues, también nosotros, como los cuatro primeros discípulos, debemos convertirnos a él, reconociendo su paso por nuestra vida y la invitación incesante que nos hace para que le sigamos. Convertirnos en discípulos suyos supone renovar cada día nuestra opción por él, buscando dentro de nuestra historia esa voz suya que nos llama desde siempre. Así, entramos en la historia de la exaltadora promesa del «os haré pescadores de hombres», que no se agota a buen seguro en la tarea del ministerio eclesial, sino que coincide con la experiencia de todo cristiano auténtico.
        He aquí, por tanto, la rebosante alegría de la pesca mesiánica, que supone arrancar a la humanidad de las aguas venenosas del mal, para llevarla al refugio seguro en la vida del Reino. Indudablemente, ninguno de nosotros puede «salvar» a otro hombre, pero todos podemos colaborar con Jesús en el trabajo de echar las redes del Evangelio, a fin de que las personas disponibles se agarren a ellas y renazcan a la vida nueva.





        Señor Jesús, tú me llamas a la conversión, a saber aprovechar el tiempo oportuno que se me ha concedido.
        No me pides que huya de mis responsabilidades en el presente, sino que dirija mis opciones a lo que es conveniente para mi vida espiritual y me mantiene unido a ti, Señor, sin distracciones.
        Con tu ayuda, deseo mantener mi corazón indiviso, consagrado a ti, en el estado de vida en el que me has llamado. En efecto, quiero agradarte, porque comprendo que esto es lo único de lo que verdaderamente vale la pena preocuparse, con la determinación de tender con todas mis energías a ti, Dios mío, mi único fin. La «alegre noticia» de tu venida a nuestra humanidad alegra profundamente mi corazón y me hace vivir la conversión no como un esfuerzo frustrante, sino como la aventura de la reconquista de la verdadera libertad a la que me has llamado.
        Señor, deseo llegar a ser verdaderamente libre, para poder recibir tu llamada y responder con prontitud y generosidad, como tus primeros discípulos. Es hermoso poder escucharte, seguirte y servirte. Que tu gracia lleve a cumplimiento la obra buena que has iniciado en mí.

   


        Ser cristiano significa prestar atención al kairós, a este «momento especial» de la manifestación de Dios en nuestro aquí y ahora. En él se desarrolla la dimensión auténticamente profética de toda vida cristiana, en la atención [...] a todos los signos de la presencia del Reino en nuestra historia. Acoger el Reino de Dios implica una conducta: «Convertíos», precepto urgente, «el tiempo se acaba» (1 Cor 7,29), que acompaña al don del Reino y engendra una nueva actitud respecto a Dios y respecto a los hermanos. Jonás recibió la misión de llamar a la conversión a Nínive, la capital del imperio enemigo de Israel. El profeta, un judío amante de su patria, se niega a realizar esta tarea, pero al final acepta la voluntad de perdón del Señor, que carece de límites raciales o religiosos. El Reino es gracia, aunque para nosotros es también un deber.
        Los primeros discípulos escucharon la «Buena Noticia» y fueron llamados a asociarse a la misión de Jesús (Mc 1,16-20). El Evangelio marcó profundamente sus vidas. Así debe marcar también la nuestra (G. Gutiérrez, Condividere la Parola, Brescia 1996, pp. 170ss).


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