«Aquí estoy, porque me has llamado» (1 Sm 3,5)
Icono ruso. San Juan mostrando al Cordero de Dios. Fecha indeterminada. |
La Palabra de Dios nos pone frente al misterio de la
vocación, algo que no se produce nunca por nuestros méritos o por nuestras
cualidades humanas, sino que brota únicamente de la libre y misericordiosa
iniciativa divina respecto a nosotros. El encuentro con Jesús, aunque se decide
en el secreto de nuestra libertad, postula, no obstante, la dinámica del
testimonio. Ateniéndonos al relato evangélico, los encuentros con los primeros
discípulos acaecen, en efecto, como en cadena: cada uno de ellos llega a Jesús
a través de la mediación de otro, porque ésa es concretamente la dinámica de
nuestra llegada a la fe. De ahí deriva una enseñanza preciosa sobre la
importancia que tiene contar con auténticos testigos, que nos presenten a Jesús
como el Señor esperado y favorezcan el encuentro con él, sin que el testigo
quiera ligar al otro a su propia persona como si fuera una propiedad suya. El
verdadero testigo está, por consiguiente, al servicio del camino hacia una
madurez espiritual que es libertad de elección. En este sentido, son unos
ejemplos excelentes el sacerdote Elí con Samuel y todavía más el Bautista con
sus dos discípulos.
Con todo, para
llegar a ser testigos es menester haber encontrado ya al Señor y haber llegado,
por ello, a ser capaz de ir más allá de las apariencias, accediendo a una
profunda mirada de fe sobre la realidad. Dar testimonio es regalar a los otros esta
mirada que, precedentemente, ya ha cambiado nuestra vida. Eso supone haber
entrado en un nuevo tipo de existencia, en una comunión activa con Jesús, una
comunión que puede ser expresada como un «habitar con él»; más aún, como un
detenerse junto a él. A la fase de la búsqueda, en nuestros días frecuentemente
enfatizada con exceso, debe sucederle la de nuestro detenernos, la del
reconocer en Jesús la verdadera meta de nuestro corazón, la del ser capaces de
perseverar en su compañía: «Se fueron con él, vieron dónde vivía y pasaron
aquel día con él».
En este morar con
él adquiere su vigor la contemplación y la escucha, el ponernos a su
disposición con todas nuestras energías, como dijo Samuel, con la simplicidad
de un niño: «Habla, que tu siervo escucha». Sólo permaneciendo con Jesús
comprenderemos de verdad que hemos sido comprados a un precio elevado y nos
hemos convertido en templo del Espíritu Santo.
Señor, tú me has
comprado, verdaderamente, a un precio elevado; me has convertido en uno de los
miembros de tu cuerpo y en templo del Espíritu Santo. Te bendigo por la
grandeza de la llamada con la que me has obsequiado y porque tu Palabra orienta
de continuo mi búsqueda hacia un verdadero encuentro contigo.
Pongo a tus pies
todas las ambigüedades de mis expectativas y de mis proyectos, para que sea tu
voz la que guíe mis pasos hacia ti. Ayúdame a detenerme junto a ti, a no temer
el silencio de la contemplación, ese silencio que me permite experimentar de
una manera profunda tu amistad. Haz que pueda conocerte no por lo que he oído
de ti, sino por haberte encontrado de verdad, y que tu gracia me comprometa
totalmente y renueve todas las fibras de mi ser, puesto que deseo morar contigo
y permanecer en tu amor. Sólo así podré llegar a ser un testigo tuyo y regalar
a mis hermanos y hermanas el precioso tesoro de la fe en ti.
Me reconozco
fácilmente en Pedro, reacio a reconocerte como su Maestro y Señor, pero deseo
llegar a ser cada vez más parecido al discípulo amado y encontrar en mi corazón
la disponibilidad y el entusiasmo con los que Samuel respondió a tu llamada.
Como él, también yo deseo poder responder: «Habla, que tu siervo escucha». Por
eso, hoy, quiero abrir mi corazón a una renovada escucha de tu Palabra, oh
Señor, para seguirte de manera concreta en las opciones que se me presenten en
la vida.
«Uno de los dos
que siguieron a Jesús por el testimonio de Juan era Andrés, el hermano de Simón
Pedro. Encontró Andrés en primer lugar a su propio hermano Simón y lo llevó a
Jesús.» Los que poco antes habían recibido el talento, lo hacen fructificar de
inmediato y lo ofrecen al Señor.
Estas almas, que
están dispuestas a escuchar y aprender, no necesitan muchas palabras para ser
instruidas, ni tampoco un prolongado período de años y meses para producir el
fruto de la enseñanza. Al contrario, alcanzan la perfección desde el comienzo
de su aprendizaje. «Da al sabio y se hará más sabio, instruye al justo y
aumentará su ciencia» (Prov 9,9). Andrés, por tanto, salva a Pedro, su hermano,
e indica, con pocas palabras, todo el gran misterio. Dice, en efecto: «Hemos
encontrado al Mesías», o sea, «el tesoro escondido en el campo o la perla
preciosa», según otra parábola del evangelio (cf. Mt 13,44ss). Entonces Jesús
le miró a los ojos, como conviene a Dios, que conoce «las mentes y los
corazones» (Sal 7,10) y prevé la gran piedad que alcanzará aquel discípulo, la
excelsa virtud y la perfección a las que será elevado [...] Después, no
queriendo que siguiera llamándose Simón, y considerándolo ya en su potestad,
con una homonimia le llamó Pedro, de «piedra», mostrando de manera anticipada
que sobre él fundaría su Iglesia (Cirilo de Alejandría, Comentario al evangelio
de Juan, II, 1, passim).
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