«Él nos eligió en Cristo antes de la creación del mundo» (Ef
1,4)
Icono de la Sabiduría divina |
Las lecturas bíblicas de este domingo evidencian que Jesús
es el icono visible de Dios Padre. El Hijo, en efecto, mira incesantemente al
Padre, que es la fuente de su misión. Todo le viene del Padre: la enseñanza, la
actividad, el poder sobre la vida y sobre la muerte. «Mi doctrina no es
mía, sino de Aquel que me ha enviado» (Jn 7,16). «La Palabra que
habéis escuchado no es mía, sino del Padre que me ha enviado» (Jn 14,24).
El Hijo no hace nada por sí sólo, sino «como me ha enseñado el Padre, así
hablo» (Jn 8,28). Jesús está a la escucha del Padre con mirada de
contemplación interior y transmite sus palabras, es más, comunica tan bien la
Palabra del Padre que Él mismo es, para el evangelista, la Palabra del Padre
(Jn 1,1-2). Así Jesús es el perfecto revelador del amor del Padre, porque está
siempre a la escucha de Dios, y es igualmente la Palabra misma del Padre.
El culmen, sin embargo, de la revelación que Jesús ha
transmitido no está en lo que ha enseñado con palabras, sino en la obra que ha
testimoniado con su vida. Ha cumplido hasta el fondo la obra que el Padre le
había confiado. Y la obra que expresa el don de sí, la cumple Jesús entregando
su vida sobre la cruz, haciéndonos así hijos adoptivos del mismo Padre. Es
desde la colina en que se alza la cruz desde donde la humanidad toma conciencia
de la calidad del amor que Jesús de Nazaret le revela: un amor que supera toda
lógica humana y viola las fronteras de Dios.
Señor Jesús, el apóstol Juan nos dice al final de su
prólogo: «A Dios nadie lo ha visto jamás; es el Hijo único, que es Dios y
está al lado del Padre, quien lo ha revelado » (Jn 1,18). Así, ningún
hombre sobre esta tierra ha visto nunca ni podrá ver el rostro de Dios. Pero
tú, Jesús, que eres el Hijo amado del Padre, la Sabiduría misma de Dios, e
impronta de su Ser, nos lo has manifestado y nos lo has hecho conocer. A través
de ti, el Padre se ha revelado con palabras humanas y especialmente en la
misión que tú has cumplido entre nosotros, hasta entregarte por amor nuestro
sobre el madero de la cruz. Desde entonces en adelante acogerte o rechazarte a
ti, es acoger o rechazar al Padre: y, en consecuencia, nuestra salvación.
Señor Jesús, te damos gracias por habernos hecho hijos
verdaderos del mismo Padre y por habernos llamado amigos. Sabemos cuánto has
sufrido por nosotros con la condena a la cruz, pero tú nos has enseñado que no
hay «un amor más grande que éste: dar la vida por los amigos»(Jn 15,13).
Te queremos pedir también que nos concedas un corazón grande y generoso para
todos nuestros hermanos, a pesar de nuestros pecados, para amarlos como nos has
amado tú. Tú te has revelado como Palabra viva del Padre y nosotros, por el
contrario, somos a menudo palabras humanas y vacías que no dan cabida a tu
evangelio de verdad. Enséñanos lo que verdaderamente vale en la vida, esto es,
escuchar la voz secreta que habla en nuestro interior. Si escucháramos esta
palabra interior, comprenderíamos lo que dice san Agustín: «He aquí el gran
secreto: el sonido de la palabra golpea nuestros oídos, pero el maestro se
encuentra en lo más íntimo».
La morada de mi Dios está allí, está más allá de mi alma.
Allí habita, desde allí me ve, desde allí me ha creado (...), desde allí me
llama, me guía y me conduce al puerto.
El que tiene en lo más alto de los cielos una morada
invisible, posee también una tienda sobre la tierra. Su tienda es la Iglesia
aún itinerante. Es aquí donde hay que buscarlo, porque en la tienda se
encuentra el camino
que conduce a su morada. En la casa de Dios hay una fiesta
perpetua (...). La armonía de esta fiesta encanta el oído del que camina en
esta tienda y contempla las maravillas realizadas por Dios para la redención de
sus fieles. Y así gustamos ya una secreta dulzura, podemos vislumbrar ya, con
lo más alto de nuestro espíritu, la vida que no cambia (...). ¿Por qué, pues,
te turbas, alma mía? Y el alma responde en lo secreto: «¿Estoy, quizás, desde
ahora, en seguro? ¿Quizás el demonio, mi enemigo, no me espía? ¿Y quieres que
no me inquiete, estando todavía exiliada lejos de la casa de Dios?».
«Espera en Dios». En la espera, encuentra a tu Dios
aquí abajo en la esperanza (...). ¿Por qué esperar? Porque él es mi Dios, la
salvación de mi rostro. La salvación no puede venirme de mí mismo. Lo diré, lo
confesaré: mi Dios es la «salvación de mi rostro» (San Agustín)
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