«Permaneced
en mi amor» (Jn 15,9)
Yo soy la vid: icono ortodoxo del siglo XVI. Museo bizantino de Atenas. |
También la vid, cuando ha sido cavado el terreno que la
rodea, es atada y mantenida derecha para que no se incline hacia la tierra.
Algunos sarmientos son cortados, a otros se les hace ramifican se cortan los
que ostentan una inútil exuberancia, se hacen ramificar los que el experto
agricultor considera productivos. ¿Para qué voy a describir la ordenada
disposición de los palos de apoyo y la belleza de los emparrados, que nos
enseñan con verdad y claridad cómo se debe conservar en la Iglesia la igualdad,
de modo que ninguno, por ser rico y notable, se sienta superior, ni nadie, por
ser pobre y de oscuro nacimiento, se abata o se desespere? En la Iglesia existe
para todo el mundo una única e igual libertad, y con todos se ha de usar una
misma justicia e idéntica cortesía.
Para no vernos doblegados por las borrascas del siglo y
arrollados por la tempestad, que cada uno de nosotros se estreche con todos los
que tiene cerca como en un abrazo de caridad, como hace la vid con sus zarcillos
y sus volutas, y unido a ellos se sienta tranquilo. Es la caridad lo que nos
une a lo que está por encima de nosotros y nos introduce en el cielo. « 0 que
permanece en el amor permanece en Dios» (1 Jn 4,16). Por eso dice también
el Señor: «Permaneced unidos a mí, como yo lo estoy a vosotros. Ningún
sarmiento puede producir fruto por sí mismo sin estar unido a la vid, y lo
mismo os ocurrirá a vosotros si no estáis unidos a mí. Yo soy la vid, vosotros
los sarmientos» (Jn 15,4s) (Ambrosio,Exaemeron III, 5,12, passirn).
Oh Padre, celeste viñador que has plantado en nuestra tierra tu vid preferida -el santo retoño de la estirpe de David- y llevas a cabo tu trabajo en todas las estaciones. Haz que aceptemos las podas de primavera, aunque, como tiernos sarmientos, gimamos con lágrimas bajo los golpes decididos de tus tijeras. Ven también a podarnos en la cumbre de la estación estival, para que los zarcillos superfluos no sustraigan linfa vital a los racimos que deben madurar.
Que el fruto de nuestra vida sea el amor, ese «amor más grande» que, desde tu corazón, y a través del corazón de Cristo, se derrama sobre nosotros en un flujo inagotable. Y que todos los hombres, hermanos nuestros en tu nombre, queden colmados de él, con espíritu de mansedumbre, de alegría y de paz.
El capítulo 15 de Juan nos aproximará a Cristo. El Padre,
por ser el viñador, debe podar el sarmiento para que dé más fruto, y el fruto
que debemos producir en el mundo es bellísimo: el amor del Padre y la alegría.
Cada uno de nosotros es un sarmiento.
La última vez que fui a Roma, quise dar algunas pequeñas
enseñanzas a mis novicias y pensé que este capítulo era el modo más bello de
comprender lo que somos nosotros para Jesús y lo que es Jesús para nosotros.
Pero no me había dado cuenta de algo de lo que sí se dieron cuenta las jóvenes
hermanas cuando consideraron lo robusto que es el punto de conexión de los
sarmientos con la vid: es como si la vid tuviera miedo de que algo o alguien
les arrancara el sarmiento. Otra cosa sobre la que las hermanas llamaron mi
atención fue que, si se mira la vid, no se ven frutos. Todos los frutos están
en los sarmientos. Entonces me dijeron que la humildad de Jesús es tan grande
que tiene necesidad de sarmientos para producir frutos. Ese es el motivo por el
que ha prestado tanta atención al punto de conexión: para poder producir esos
frutos ha hecho la conexión de tal modo que haga falta fuerza para romperla. El
Padre, el viñador, poda los sarmientos para producir más fruto, y el sarmiento
silencioso, lleno de amor, se deja podar sin condiciones.
Nosotros sabemos lo que es la poda, puesto que en nuestra
vida debe estar la cruz, y cuanto más cerca estemos de él y tanto más nos toque
la cruz, más íntima y delicada será la poda. Cada uno de nosotros es un
colaborador de Cristo, el sarmiento de esa vid, pero ¿qué significa para
vosotras y para mí ser una colaboradora de Cristo? Significa morar en su amor,
tener su alegría, difundir su compasión, dar testimonio de su presencia en el
mundo (Madre Teresa de Calcuta, Missione d'amore, Milán 1985, pp.
79s).
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