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viernes, 29 de mayo de 2015

LA SANTÍSIMA TRINIDAD

«En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»


Trinidad de Rublev


Si la escuela de la catequesis estuviera orientada bíblica y teológicamente, el misterio de la Trinidad, con todas sus explicaciones y aplicaciones adaptadas a la vida, debería ocupar un puesto fundamental. Por consiguiente, sería menester enseñar que la Trinidad, mediante la fe-esperanza-caridad, arraiga propiamente en la memoria-intelecto-voluntad, porque la fe infusa es «verdaderamente» una participación en el conocimiento que Dios-Padre tiene de sí mismo (= el Hijo), y la caridad infusa es «verdaderamente» una participación en el amor del Padre y del Hijo (= el Espíritu Santo). Por eso debe explicarse que el bautizado, con la fe, conoce a Dios «como» Dios se conoce a sí mismo y, con la caridad, ama a Dios «como» Dios se ama a sí mismo: y ese conocimiento-amor reproducen y son propiamente semejantes a los de la Trinidad. Son humano-divinos: humanos, porque son expresados por nuestra persona, pero también divinos, porque son más y mejor obra del Espíritu Santo, que pone en acción las tres virtudes teologales.
De suerte que se debe decir que el bautizado está estructurado «trinitariamente», hasta el punto de que es imposible expresar con palabras la intimidad que la fe-esperanza-caridad crean en nosotros con el Padre- Hijo-Espíritu Santo. Alguien que entiende de esto ha dicho que la Trinidad es más presente a nosotros que nuestro yo a nosotros mismos.




A mí, que he sido bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que tantas veces al día me hago la señal de la cruz, cómo me gustaría nombrar con la devoción y con el afecto del corazón a estas santas Personas y no hacer como los jugadores cuando entran en el campo.
La señal de la cruz es un sacramental que, por así decirlo, debe consagrar todo lo que hacemos, todo lo que pensamos, todo lo que decimos al Padre-Hijo-Espíritu Santo. Jesús me asegura: «Si alguien me ama, también mi Padre le amará, y vendremos a él y estableceremos nuestra morada en él». Cómo quisiera tratar con más respeto-garbo-delicadeza a estos huéspedes míos, con todas las atenciones que reservamos a los huéspedes de consideración. Pablo me recuerda: «Si alguien falta el respeto al templo de Dios, que sois vosotros, Dios le apartará», y me exhorta de este modo: «Honrad y tratad con elegancia al Dios que lleváis en vuestro cuerpo». Cómo quisiera comprender que una cosa es vestir, adornar, alimentar el cuerpo con mentalidad «mundana», y otra cosa completamente distinta es hacerlo con mentalidad «de fe»: ésta me hace superar el envoltorio donde el templo del Espíritu está siempre radiante, ya sea bello o feo, esté sano o enfermo, sea viejo o joven, rico o pobre.


Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayúdame a olvidarme de mí por completo para establecerme en ti, inmóvil y apacible como si ya mi alma estuviera en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de ti, oh mi inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de tu misterio. Pacifica mi alma, haz en ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu reposo; que yo no te deje en ella nunca a solas; que yo esté allí enteramente, completamente despierta en mi fe, toda adoración, completamente entregada a tu acción creadora.
Oh mi Cristo amado, crucificado por amor, yo quisiera ser una esposa para tu corazón; quisiera cubrirte de gloria, quisiera amarte... hasta morir. Pero siento mí impotencia y te pido que me revistas de ti mismo, que identifiques mi alma con todos los movimientos de tu alma, que me sumerjas, que me invadas, que me sustituyas, a fin de que mi vida no sea más que una irradiación de tu vida. Ven a mí como Adorador, como Reparador y como Salvador.
Oh Verbo eterno, Palabra de mi Dios, quiero pasar mi vida escuchándote, quiero convertirme totalmente en deseo de saber para aprender todo de ti; y después, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero fijarte siempre y permanecer bajo tu gran luz; oh mi Astro amado, fascíname para que ya no pueda salir de tu resplandor.
Oh Fuego que consume, Espíritu de amor, ven a mí a fin de que se produzca en mi alma como una encarnación del Verbo; que yo le sea una humanidad añadida en la que él renueve todo su misterio. Y tú, Padre, inclínate sobre tu pobre y pequeña criatura, cúbrela con tu sombra, no veas en ella más que al Bienamado en el que has puesto todas tus complacencias.
Oh mis «Tres», mi Todo, mi Beatitud, Soledad infinita, Inmensidad en que me pierdo, yo me entrego a ti como una presa, entiérrate en mí para que yo me entierre en ti, esperando ir a contemplar en tu luz el abismo de tu grandeza 
(Isabel de la Trinidad, «Oración a la Santísima Trinidad», en A. Hamman, Compendio de la oración cristiana, Edicep, Valencia 1990, p. 204).


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