«En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»
Trinidad de Rublev |
Si la escuela de la catequesis estuviera orientada bíblica y
teológicamente, el misterio de la Trinidad, con todas sus explicaciones y
aplicaciones adaptadas a la vida, debería ocupar un puesto fundamental. Por
consiguiente, sería menester enseñar que la Trinidad, mediante la
fe-esperanza-caridad, arraiga propiamente en la memoria-intelecto-voluntad,
porque la fe infusa es «verdaderamente» una participación en el conocimiento
que Dios-Padre tiene de sí mismo (= el Hijo), y la caridad infusa es
«verdaderamente» una participación en el amor del Padre y del Hijo (= el
Espíritu Santo). Por eso debe explicarse que el bautizado, con la fe, conoce a
Dios «como» Dios se conoce a sí mismo y, con la caridad, ama a Dios «como» Dios
se ama a sí mismo: y ese conocimiento-amor reproducen y son propiamente
semejantes a los de la Trinidad. Son humano-divinos: humanos, porque son
expresados por nuestra persona, pero también divinos, porque son más y mejor
obra del Espíritu Santo, que pone en acción las tres virtudes teologales.
De suerte que se debe decir que el bautizado está
estructurado «trinitariamente», hasta el punto de que es imposible expresar con
palabras la intimidad que la fe-esperanza-caridad crean en nosotros con el
Padre- Hijo-Espíritu Santo. Alguien que entiende de esto ha dicho que la
Trinidad es más presente a nosotros que nuestro yo a nosotros mismos.
A mí, que he sido bautizado en el nombre del Padre, del Hijo
y del Espíritu Santo, que tantas veces al día me hago la señal de la cruz, cómo
me gustaría nombrar con la devoción y con el afecto del corazón a estas santas
Personas y no hacer como los jugadores cuando entran en el campo.
La señal de la cruz es un sacramental que, por así decirlo,
debe consagrar todo lo que hacemos, todo lo que pensamos, todo lo que decimos
al Padre-Hijo-Espíritu Santo. Jesús me asegura: «Si alguien me ama, también mi
Padre le amará, y vendremos a él y estableceremos nuestra morada en él». Cómo
quisiera tratar con más respeto-garbo-delicadeza a estos huéspedes míos, con
todas las atenciones que reservamos a los huéspedes de consideración. Pablo me
recuerda: «Si alguien falta el respeto al templo de Dios, que sois vosotros,
Dios le apartará», y me exhorta de este modo: «Honrad y tratad con elegancia al
Dios que lleváis en vuestro cuerpo». Cómo quisiera comprender que una cosa es
vestir, adornar, alimentar el cuerpo con mentalidad «mundana», y otra cosa
completamente distinta es hacerlo con mentalidad «de fe»: ésta me hace superar
el envoltorio donde el templo del Espíritu está siempre radiante, ya sea bello
o feo, esté sano o enfermo, sea viejo o joven, rico o pobre.
Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayúdame a olvidarme de
mí por completo para establecerme en ti, inmóvil y apacible como si ya mi alma
estuviera en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de ti,
oh mi inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de
tu misterio. Pacifica mi alma, haz en ella tu cielo, tu morada amada y el lugar
de tu reposo; que yo no te deje en ella nunca a solas; que yo esté allí
enteramente, completamente despierta en mi fe, toda adoración, completamente
entregada a tu acción creadora.
Oh mi Cristo amado, crucificado por amor, yo quisiera ser
una esposa para tu corazón; quisiera cubrirte de gloria, quisiera amarte...
hasta morir. Pero siento mí impotencia y te pido que me revistas de ti mismo,
que identifiques mi alma con todos los movimientos de tu alma, que me sumerjas,
que me invadas, que me sustituyas, a fin de que mi vida no sea más que una
irradiación de tu vida. Ven a mí como Adorador, como Reparador y como Salvador.
Oh Verbo eterno, Palabra de mi Dios, quiero pasar mi vida
escuchándote, quiero convertirme totalmente en deseo de saber para aprender
todo de ti; y después, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de
todas las impotencias, quiero fijarte siempre y permanecer bajo tu gran luz; oh
mi Astro amado, fascíname para que ya no pueda salir de tu resplandor.
Oh Fuego que consume, Espíritu de amor, ven a mí a fin de
que se produzca en mi alma como una encarnación del Verbo; que yo le sea una
humanidad añadida en la que él renueve todo su misterio. Y tú, Padre, inclínate
sobre tu pobre y pequeña criatura, cúbrela con tu sombra, no veas en ella más
que al Bienamado en el que has puesto todas tus complacencias.
Oh mis «Tres», mi Todo, mi Beatitud, Soledad infinita,
Inmensidad en que me pierdo, yo me entrego a ti como una presa, entiérrate en
mí para que yo me entierre en ti, esperando ir a contemplar en tu luz el abismo
de tu grandeza
(Isabel de la Trinidad, «Oración a la Santísima Trinidad», en A.
Hamman, Compendio de la oración cristiana, Edicep, Valencia 1990, p. 204).
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