«Suscita
en nosotros el deseo de la patria eterna»
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Ascensión del Señor. Escuela de Moscú. S. XVI |
Los verbos de la fiesta de la ascensión tienen todos, de una
manera implícita o explícita, el sentido de elevación y nos invitan de este
modo a mirar a lo alto, a elevar el corazón, a dirigir los ojos al cielo, a
trasladar nuestro corazón al lugar donde se encuentra Cristo a la derecha del
Padre. Así, la solemnidad de la ascensión nos revela nuestra pertenencia, ya
desde ahora, a la Jerusalén celestial, nuestro habitar en el cielo, «todavía
no» con el cuerpo, pero sí «ya» con el espíritu y el corazón.
Cristo, al ascender al cielo, se llevó consigo el trofeo de
su victoria sobre la muerte: su humanidad glorificada, la naturaleza que tiene
en común con nosotros, con sus hermanos de carne y de sangre. Nos ha hecho
prisioneros, dice Pablo. ¿Cómo lo ha hecho? Ha hecho prisionero nuestro corazón
ligando a Él nuestro deseo, nuestro amor; en efecto, el corazón se encuentra
allí donde se encuentra el objeto que ama. «Si me amarais -afirma
incesantemente Jesús-, os alegrarías de que suba al Padre».
En la medida en que nos humillemos y muramos con él,
ascenderemos con él al Padre, seremos liberados de la esclavitud y llegaremos a
ser hombres cada vez más libres. La espera del Cristo glorioso puede resultar
difícil si sólo tenemos en cuenta los acontecimientos dolorosos de la vida
humana, de la historia; sin embargo, es preciso cultivar, como lo hacían las
primeras generaciones cristianas, el sentido de la inminencia. Nuestros ojos
deben saber mirar al cielo sin alejarse de la tierra; más aún, recogiendo a los
hermanos de sus dispersiones, para hacer converger también sus miradas hacia lo
alto. Nuestra manera de trabajar y de cansarnos debería permitirnos también
reposar ya con Cristo en el cielo.
Nuestro modo de vivir, de sufrir, de morir, debería
manifestar con claridad que el misterio de la redención se va cumpliendo en
nosotros.
Nosotros, viajeros por los senderos del mundo, suspiramos
por revestirnos con esa túnica de luz sin ocaso que tú mismo, Señor, nos has
preparado en tu amor. Haz que no se pierda nada de todo lo que, por gracia, has
derramado como don en nuestras pobres manos.
Que la fuerza de tu Espíritu plasme en nosotros el hombre
nuevo revestido de mansedumbre y de humildad. Te rogamos que no permitas que
nos mostremos sordos a tus palabras de vida, porque si no te seguimos a ti y no
nos confiamos al poder de tu nombre, nadie más podrá salvarnos. Que tu Espíritu
triture todos los ídolos que todavía detienen y obstaculizan nuestro camino.
Que nada ni nadie pueda aprisionar nuestro corazón en esta
tierra. Haz que, dirigiendo la mirada a ti y a tu Reino, consigamos ojos para
ver por doquier los prodigios de tu amor.
¡Felices vosotros, que tenéis por abogado al mismo juez! Por
vosotros ora aquel al que debemos adorar. Es natural que todo aquello por lo
que ora Cristo se realice, porque su palabra es acto, y su voluntad, eficaz.
¡Qué gran seguridad para los fieles! ¡Cuánta confianza para los creyentes!
[...]
¿Acaso no es fácil llevar el suave yugo de Cristo y sublime
ser coronados en su Reino? ¿Qué puede ser más fácil que llevar las alas que
llevan a aquel que las lleva? ¿Qué puede ser más sublime que volar por encima
de los cielos donde ha ascendido Cristo? Algunos vuelan contemplando; tú, al
menos, amando. Repróchate haber buscado en alguna ocasión lo que no es de
arriba, sino de la tierra, y di al Señor con el profeta: «¿A quién tengo
yo en el cielo? Estando contigo no hallo gusto en la tierra» (Sal 73,25).
Con lo grande que es lo que me está reservado en el cielo y, sin embargo, lo
desprecio [...]
Cristo, tu tesoro, ha ascendido al cielo: que también
ascienda tu corazón. En él está tu origen, allí está tu suerte y tu herencia,
de allí esperas al Salvador (Guerrico de Igny, Sermón sobre la ascensión
del Señor, ls; enPL 185, 153-155).
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